Las pirámides y la integración plástica

María Teresa Uriarte

La pirámide forma parte de un todo que está concebido y planeado de acuerdo con numerosos factores. Al ver los edificios prehispánicos nos damos cuenta de que, como sucedía en otras ciudades de la antigüedad, la falsa separación entre pintura, escultura y arquitectura no existía.

 

En un número de Arqueología Mexicana dedicado al estudio de las pirámides, seguramente ya se habrá comentado que se trata de una alegoría de la montaña y que además siempre o casi siempre está asociada con la cueva. La pirámide constituye un eje del mundo y tal vez el ejemplo más significativo que hay en Mesoamérica sea el Templo de las Inscripciones de Palenque, Chiapas, en donde la pirámide cubre la tumba de K’inich Janaab’ Pakal I, gobernante de la ciudad entre 615 y 680 d.C.
Hablar de integración plástica es dejar fuera algunos otros aspectos que son fundamentales para la mejor comprensión de lo que estas estructuras masivas representaron en la ideología mesoamericana. La pirámide forma parte de un todo que está concebido y planeado de acuerdo con numerosos factores. En primer término me gustaría referirme a las proporciones humanas que encontramos en la mayoría de los edificios prehispánicos. El cuerpo humano es la base de las medidas, al menos de la mayoría de ellas. En el mundo occidental conservamos la brazada, el pie o la pulgada, que aluden a esas partes del cuerpo utilizadas como unidad de medida.

En segundo término debemos considerar el entorno: las montañas o los ríos van a tener una gran importancia en relación con la planeación de las ciudades; esto es evidente en Teotihuacan, estado de México, en su vinculación con los cerros Gordo y Patlachique y finalmente en relación con el cosmos. No hay ciudades prehispánicas que no tengan alguna vinculación con la alineación de diversos cuerpos celestes o con la salida y ocaso del Sol. Hay diversos ejemplos de esto; uno muy espectacular es lo que sucede en el Castillo de Chichén Itzá, Yucatán, en los equinoccios, así como en el juego de pelota de Xochicalco, Morelos, o como ejemplo más antiguo, en Teopantecuanitlán, Guerrero, que es de 1000 a.C. aproximadamente: aquí ese fenómeno natural se refleja en una cancha de juego de pelota que recibe la sombra de las cuatro efigies que están colocadas al oriente y poniente del patio hundido.

 

Integración

 

Una vez que esto ha quedado establecido, al ver los edificios prehispánicos nos daremos cuenta de que como sucedía en otras ciudades de la antigüedad, la falsa separación entre pintura, escultura y arquitectura no existía. Hay numerosos ejemplos en el mundo de esa integración, y a mi modo de ver uno de los más espectaculares es Ankor Wat, en Camboya, que tiene algunas similitudes con las construcciones prehispánicas, por el uso del rostro humano para ornamentar las fachadas de los edificios.

Los olmecas labraron las efigies de sus gobernantes en gigantescos bloques de basalto, y yo tengo la convicción de que el siguiente paso fue integrarlos a las fachadas de las construcciones. Así sucedió en numerosos lugares del área maya, como Uaxactún –en la subestructura del Edificio 2–, Becán, Cerros, Mirador y Kohunlich. Después de siglos, esa práctica siguió con diferentes estilos, desde aquellos que reflejan rasgos olmecoides, como en Calakmul, hasta rostros divinizados, en otros sitios.

 

Uriarte, María Teresa, “Las pirámides y la integración plástica”, Arqueología Mexicana núm. 101, pp. 52-55.

 

 Ma. Teresa Uriarte. Doctora en historia por UNAM, fue directora del Instituto de Investigaciones Estéticas. Ha escrito y coordinado diversos libros de arte prehispánico, el más reciente sobre arquitectura precolombina en Mesoamérica, publicado en francés, italiano y español y próximamente en inglés. Es miembro de la junta de Gobierno de la UNAM.

 

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