Nacimiento del Sol y la Luna 1

Elisa Ramírez

El Sol y la Luna nacen en los tiempos primordiales y suelen aparecer en los relatos como seres humanos antes de ascender al firmamento. Estos mitos pueden clasificarse en dos grandes categorías: la inmolación de una persona en una enorme hoguera, como se narra en los mitos del Norte de México y en náhuatl –desde los tiempos prehispánicos–, o el ascenso al cielo de dos hermanos o gemelos extraordinarios, como se cuenta en Oaxaca y en Veracruz.

 

Una variante del ciclo de los gemelos es el mito de Chiapas, que habla también de una rivalidad entre hermanos; el menor, xut o k’ox, sube al cielo con su madre (“El K’ox”, en Arqueología Mexicana, núm. 50, julio-agosto de 2001, p. 87). Y, como siempre, encontramos un buen número de versiones atípicas.

El niño que debe inmolarse para convertirse en Sol tras su sacrificio lleva una marca previa y visible: es buboso, cojea, es lagañoso y tiene alguna enfermedad –en la piel casi siempre–, es huérfano. El Sol y la Luna suelen estar emparentados: el Sol es hermano o hijo de la Luna, y en algunas versiones la Luna es otro Sol, equívoco o previo, que debe someterse a él, brillando menos y siguiéndolo en su ruta. Entre coras y huicholes, un hermano se convierte en Sol y el otro en estrella vespertina; en algunas más la Luna es previa a ambos. Del mismo modo, el Sol y Luna pueden ser marido y mujer.

El personaje sacrificado en ocasiones tiene un acompañante: a veces se sacrifica a otras criaturas de las cuales salen pájaros o astros. El niño, aunque se niegue al sacrificio en un principio, suele aceptarlo voluntariamente. Cuando el niño ha saltado a la hoguera, una mujer, un viejo, un compañero, salta detrás, convirtiéndose en Luna. Una versión huichola abunda sobre las características del niño: cojo y tuerto, vestido de ceremonia, con sandalias, aros, plumas y bolsas para tabaco; armado con arco y flechas, pintado.

El Sol nace y sólo unos cuantos mitos contemporáneos hablan de su tránsito por el inframundo y su lucha contra las fuerzas de la oscuridad. Cuando por fin clarea el alba anunciando su aparición, el Sol aún no puede asomarse hasta ser debidamente nombrado, para que pueda saludársele y recibírsele de manera adecuada. Los animales deben adivinar su nombre y el rumbo por donde debe aparecer. Quienes pueden identificarlos son premiados; los que equivocan la respuesta son castigados. “Luego salió del otro lado en Wirikuta [en el oriente]. Salió de la cueva de Reunari, allá en el Cerro Quemado” ( Lumholtz, 1904, II, pp. 106- 107). En el Quemado todo es negro y la montaña está coronada por una enorme rueda de piedras, donde nació el Sol, de cara al este, enfrentando el desierto sagrado. Cada año, los peregrinos visitan el santuario, en su colecta anual de peyote.

Para nombrarlo, se proponen distintas opciones: “el que está en lo alto”, “el que calienta”, “el que es rojo”. Sólo el guajolote, al decir Tau en wirrárica, adivina su verdadero nombre. Nuestro Padre Sol le premió dándole una cola que parece rayos de luz contra el horizonte temprano y un fino collar de chaquiras rojas que luce orgullosamente al cuello (Ramírez Castañeda y Valdés, 1981). En otras versiones lo bautiza el conejo; los principales mexicaneros lo castigaron rompiéndole el hocico porque no les gustó que llamara Juan al Sol, o, según los tepehuanos, “Dios padre”, pero ni modo, ya se llamaba así. En los cuentos –más que en los mitos–, los días de la semana también serán nombrados. Quien lleva la cuenta y fija esta nominación, que no es prehispánica, es el conejo sabiohondo o licenciado de los cuentos. El gallo también anuncia el amanecer. Muchos subrelatos asocian al amanecer primero anécdotas que marcan para siempre hábitos y características de muchos animales.

La ruta, la temperatura y la altura del Sol son rectificados tras su nacimiento para que su calor y luz sean los justos: para alejarlo hay que colocar sostenes al cielo, para que no queme la superficie de la tierra.

 

…nació asustado y tiernito y todo lo empezó a quemar […] muchos le gritaron al sol que se subiera un escalón más arriba porque quemaba mucho […] y así el sol se subió por cinco escalones hasta llegar en medio. El sol ya que había llegado al quinto escalón, les dijo que tenían que ponerle cuatro pinos en los rumbos cardinales para que no se cayera […] Por eso los huicholes tenemos que ir todos los años a Wirikuta y a los cuatro rumbos a dejar ofrendas, pues si no, el mundo se cae y todo desaparece (Gutiérrez, 2003).

 

El nacimiento del Sol divide para siempre a los seres que viven en los estratos terrestres: a partir de entonces los seres se distinguirán en nocturnos y diurnos, domésticos o salvajes, aliados o enemigos del sol, acompañantes en su viaje nocturno por el inframundo y en la lucha contra los seres oscuros o ayudantes y aliados en su transcurso luminoso.

Resabios de seres previos quedan petrificados al salir el Sol por primera vez y son los ídolos cuya morada son las ruinas arqueológicas, que no alcanzaron a ser terminadas pues el canto del gallo interrumpió su construcción; los perdedores de la apuesta que no completaron su tareas se retiraron a túneles subterráneos. Las piedras mismas “…empezaron a sentir el calorcito y estaban contentas porque ya podían ver, hasta que les empezó a quemar, por eso las rocas de los montes están así, como arrugaditas, porque se quemaron con el sol” (Gutiérrez, 2003).

Cuando se decide quién debe inmolarse a veces el elegido huye. En la narrativa indígena de muchos lugares, el nacimiento del Sol es identificado con la resurrección de Cristo, y su muerte, persecución y argucias –la de los sembradíos que crecen aceleradamente es una forma muy común de engañar a sus enemigos–, así como su triunfo final son incorporados a las peripecias que sufrió el primer Sol.

El Sol suele ser macho, Nuestro Padre, y se le asocia con lo alto, el oriente, el calor y el vigor masculino.

La Luna casi siempre es mujer, fría, acuática. “La luna es hombre y mujer combinados”, nos dice Lumholtz de los coras, “los hombres ven en ella una mujer, las mujeres un hombre” (Lumholtz, 1904, II, pp. 106-107).

El lugar preeminente dado por la cosmología al oriente no siempre es tal entre los indígenas, que se sitúan frente al Sol naciente, no hacia el norte y por ende, queda el este a la derecha, dejando a la espalda el poniente y a la izquierda el norte. El centro es el eje que determina la quinta dirección, lo cual da a los ritos y sistemas de contabilidad otra lógica, que representa la mano y, cuadruplicado como en el cuerpo, la veintena como unidad esencial de cómputo y cálculo.

En la Huasteca veracruzana tenemos una versión muy completa acerca de los Baatsik’, seres del inframundo:

 

Antes, cuando Dios aún no estaba aquí, el sol no existía. La gente vivía sin sol, no conocían la luz. No había luz, no había sol. Nada. Era pura oscuridad. La gente de antes se llamaba aatslaabtsik. Eran los antiguos, los dueños de la tierra. Antes, los viejos, los antepasados y la señora de la tierra ch’eenlaab vivían en las tinieblas, en la oscuridad. Tenían tres pies y como no podían defecar, no comían. Se alimentaban de puros olores, nada más del vapor que salía de la comida y después la tiraban. Cuando llegó el sol, los aatslaabtsik pensaron que venía la destrucción, que el mundo iba a quemarse. Quisieron hacer desaparecer al sol, tapándolo, pero no pudieron impedir que viniese. Se dijeron, “¿qué haremos, a dónde iremos?, que ya viene la lumbre, está muy colorado el cielo porque la luz ya está, enciende el mundo, las llamas se acercan, ahora mandará el Sol”. El sol vino del oriente y la gente no sabía hacia dónde iría. El sol siguió el camino al oeste, al poniente donde se pone el sol. Fue entonces que los antepasados se metieron en la tierra, de cabeza, porque no querían ver al sol, no querían la luz para no ver la destrucción: “llegó el fuego, todos vamos a morir”.

[…] Cuando nació el sol a pesar de todo, los que no rechazaron la luz se quedaron sobre la tierra y no intentaron luchar ya más contra él. Vieron al sol y les pegó la luz. Ya no intentaron entrar en la tierra. Los que murieron entrando en la tierra son los Baatsik’. Eran muy tímidos. Desde entonces están dentro de la tierra haciendo mucho daño. Estos Baatsik’ eran gente como nosotros, antes, hace mucho tiempo ya. Hoy en día, estamos bautizados y confirmados, estamos con la luz. Los Baatsik’ están enojados porque se quedaron escondidos mientras que los otros están sobre la tierra. […] Los Baatsik’ murieron porque tuvieron miedo del nacimiento del sol, es por eso que quedaron bajo tierra y que están enojados porque nosotros estamos aquí, y que no todos se metieron bajo tierra. […] Por eso vienen a robar, pero después de que el hombre que ayunó siete días liberó todo lo que habían robado y cerró ese lugar, ya los Baatsik’ no salen a robar, ya no se llevan animales ni gente. Ahora sólo se llevan nuestro ch’ichiin [el alma del pensamiento o energía vital] para espantarnos. Cuando alguien se cae al caminar o tropieza, se espanta y es de ellos [se vuelve su presa]. Cuando nosotros vamos a orinar por un lado ¿quién lo recibe? –la tierra–. Cuando vamos a ensuciar un rato por un lado ¿quién lo recibe? –la tierra–. Por eso la tierra está enojada con nosotros porque la llenamos con muchas suciedades. Por eso la tierra quiere que se le eche un tantito de aguardiente, hay que hablarle, decirle que vivimos aquí sólo un rato, que entienda la suciedad, porque nuestros abuelos siempre vivieron aquí, por eso andamos aquí y siempre estaremos por aquí. Hay que decirle que no somos los dueños del mundo, el que mandó la luz es ahora Dios. Nosotros tenemos que vivir aquí sólo un rato, unos cuantas años […] después los dejaremos en paz, es por eso que hay que darles aguardiente para poder vivir y que no haya dolor.

Los Baatsik’ están ahora en los dhakil, es allí que viven los espíritus de la tierra. Tienen sus propios caminos y casas. Sus casas están en los cerros, allá están sus edificios, pero no en cualquier cerro. Están también donde hay mojoneras grandes.

Hay caminos donde andan ellos y otros donde no andan. Allí donde hay muchas piedras amontonadas, allí están sus caminos. Son muy corajudos y no les gusta que uno ande en sus caminos, por eso espantan a los que pasan allá. Si uno ve un Baatsik’ puede darle un ataque. Uno puede enfermar a causa de estos espíritus, uno puede perder su ch’ichiin, el espíritu se lo lleva (Ariel de Vidas, 2003).

 

Ramírez, Elisa, “Nacimiento del Sol y la Luna 1”, Arqueología Mexicana núm. 95, pp. 14-15.

 

Elisa Ramírez. Socióloga, poeta, escritora para niños y traductora. Colaboradora permanente de esta revista.

 

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