Viejos olores en la moderna “acuápolis”. El mural del cárcamo de Chapultepec

Omar Olivares Sandoval

El mural de Diego Rivera: El agua, origen de la vida (1951), ubicado en la segunda sección del bosque de Chapultepec, representa la elaboración de un imaginario complejo sobre el agua y su relación con la vida y la ciudad. En él Rivera mostró a la urbe como un microcosmos de la naturaleza, como el lugar de una organización racional de los elementos tangibles del entorno, como el agua, el suelo y los olores.

 

Para la historia de las sensibilidades y los olores las imágenes de Rivera son importantes, puesto que aquí el muralista deliberadamente sobrepasó el límite de la representación visual hacia otros medios sensoriales, al mismo tiempo que logró la figuración de las relaciones ambientales urbanas, a partir del agua: efluvios, tectónicas, vida y especies. Fue un experimento para sublimar la representación artística, al concebir la experiencia estética como un posicionamiento del sujeto en su entorno ambiental.

 

Alegoría de la modernidad urbana hidráulica

El cárcamo de Dolores fue terminado en 1951, y era el punto de llegada de las obras de aprovisionamiento de agua potable para la ciudad de México desde el río Lerma (1942-1951). El edificio que albergó esta construcción fue concebido por el arquitecto Ricardo Rivas (1913-1998), mientras que el mural en el interior de la caja y la fuente monumental al exterior, dedicada a Tláloc, fueron realizados por Diego Rivera. El conjunto es, sin duda, uno de los monumentos de la ciudad de México como “acuápolis” (el término es del historiador de arte Peter Krieger). Es la historia de la polis mexicana que mantiene el agua en la memoria colectiva. 

El mural, originalmente subacuático, fue concebido como culmen y símbolo de la importancia de las obras. En los muros poniente y oriente se pintó a los autores intelectuales y materiales de la obra. Son los retratos de los técnicos y los políticos más importantes de los regímenes posrevolucionarios. Reunidos evangélicamente en torno a la imagen técnica, signo inequívoco del infalible conocimiento científico, ocupan el lugar alto que les pertenece.

 

La narrativa de la obra

La iconografía de Rivera es múltiple y altamente compleja. En la profusión de imágenes se traman significados polivalentes, tanto mensajes abiertos como cifrados, inabarcables en una breve descripción.

Los organismos ganan complejidad mientras escalan los muros norte y sur, que son presididos por grandes figuras humanas que ocupan la mayor parte de la composición en ambos lados: una mujer asiática y un hombre africano, desnudos, con ingeniosos artificios para cubrir, al mismo tiempo que mostrar, sus respectivos sexos. Arriba y a los lados de esta composición, toda envuelta por la simulación pictórica del agua, se muestran escenas urbanas.

Toda la composición está unificada por unas manos monumentales y anónimas que salen de la roca, por encima del túnel, trayendo el agua que escurre al interior. Ciertamente, bajo un ángulo específico, parece que las manos continúan el rostro de Tláloc, de afuera hacia el interior del edificio, logrando así un efecto que construye un puente entre la escultura y la pintura, aunque también está presente el tema mesiánico.

Hay que entender esta estrategia más allá del objetivo de transgredir los medios artísticos clásicos. Es posible leer en este lenguaje icónico, aparentemente abigarrado, no sólo un juego exuberante de formas: es el conocimiento que el muralista quería alcanzar al crear una demostración cuasicientífica del medio ambiente por medio de la estética. He aquí el sentido de la interacción que, con gran sofisticación, hay en el mural acuático entre imágenes y otros factores del ambiente, incluso los olores.

Debe observarse que el agua es el vector que recorre tanto física como simbólicamente la obra. Estaba presente afuera, en el espejo de agua y, al interior del edificio, la corriente del Lerma se añadía originalmente a los elementos plásticos del mural (con rápidas consecuencias negativas para la pintura).

Con el torrente de agua se diluían los límites entre el interior y el exterior, pero simbólicamente, entre la imagen y lo que representa: entre el signo y el objeto. Un recurso semejante a un trampantojo pero exacerbado. La composición, pues, fue parte del significado, hasta podría decirse que eran exactamente lo mismo. Rivera usó un gran angular para crear la perspectiva y transformar el cubo del tanque en una semiesfera que originalmente se completaría arriba. Lo que pretendía ofrecer era una especie de planetario invertido o panorama que integraba la variedad de representaciones y alegorías junto a los diferentes espacios y arquitecturas. De esta forma la integración implicaba la postulación de una metateoría capaz de articular cuestiones que fundamentalmente eran diferentes.

Pensaba Rivera que una forma de apreciar el conjunto sería desde el aire, llegando en avión a la ciudad de México. La vista a la fuente desde las alturas ofrecería una vertiginosa colisión visual a partir de un juego de opuestos: el sol se reflejaría en el elemento acuático, confundiendo en el choque el arriba y el abajo, lo celestial y lo sublunar. Esta atrevida puesta en escena volátil era más que un experimento del asombro, implicaba una cuidadosa operación altamente simbólica y mística.

En este juego espiral de elevaciones se encontraba el sentido de la modernidad: desde la célula primigenia, las especies humanas primitivas: una suerte de Adán y Eva, pero como razas, la ciudad moderna, los volcanes, el avión más allá. También bajo esta configuración se podía colocar, lado a lado, teorías, alegorías y objetos esencialmente distintos: el origen de la vida, la evolución, la difusión de las razas, la ciudad, el paisaje del centro de México, las concepciones antiguas y modernas del agua, los usos contemporáneos del líquido en la higiene, la agricultura, el deporte y el consumo diario, finalmente, al agua misma. Todo esto cabía en la obra pretendida como una colosal herramienta narrativa.

 

Omar Olivares Sandoval. Maestro en historia por la unam. Doctorante en historia del arte por la misma universidad. Autor del Atlas histórico del Estado de México (2013).

 

Olivares Sandoval, Omar, “Viejos olores en la moderna “acuápolis”. El mural del cárcamo de Chapultepec”, Arqueología Mexicana núm. 135, pp. 60-63.

 

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