Es un hecho bien sabido que cuando los españoles pisaron por primera vez las playas mexicanas y más tarde al recibir los presentes que el pusilánime Moctezuma les enviaba, quedaron maravillados de la gran riqueza que contenía la tierra, no menos que de la habilidad de los orfebres. Con el descubrimiento de la Tumba 7 en donde encontramos 121 objetos de oro, formados por centenares de piezas, se cuadruplicó el número de las conocidas y podemos tener ya idea de la enorme riqueza que deslumbró a los conquistadores, afirmar que sus relaciones, que a veces se nos antojaban exageradas, son exactas, si no es que inferiores a la realidad.
Considérese que la Tumba 7 no es más que sepultura de unos señores o sacerdotes mixtecos, incomparablemente inferiores en poderío y riqueza a los reyes o tlacatecuhtlis mexicanos, y se tendrá entonces una idea de lo que debió ser el tesoro real de Tenochtitlán, en donde se concentraban los tributos de tantos pueblos y a donde los comerciantes o pochtecas traían las piedras y plumas finas, las perlas y conchas de colores, las pieles, las resinas olorosas y los adornos de metales preciosos, con los que se engalanaban los reyes, los guerreros y los sacerdotes, y que servían también para decorar los ídolos de los dioses y los aposentos de los templos.
Grandes tesoros de un valor artístico supremo, debieron ir al crisol, y lo descubierto nos hace sentir todavía más profundamente lo perdido; pero tenemos ahora una prueba de que la orfebrería indígena puede compararse, y en algunos puntos superar, a las más exquisitas creaciones de los orfebres del mundo.
Como vemos por los párrafos precedentes, existían dos técnicas diferentes según el dicho de los informantes indígenas de Sahagún. La primera consistía en el vaciado o fundición y se hacía por un procedimiento muy semejante al que hoy conocemos con el nombre de “cire perdue”. Estos orfebres se llamaban en náhuatl teocuitlahuaque y en mixteco tay tevuidzi ñuhu. Aunque parece que también conocieron los mixtecos la técnica de la filigrana y enrollar el alambre de oro, todos los objetos que hemos examinado hasta ahora son fundidos, en el estilo que se ha llamado “falsa filigrana”. Para unir las partes en piezas muy complicadas, se usaba la soldadura o sea el unirlas por medio de argollas. Ambos procedimientos se usaron en las joyas que encontramos en Monte Albán.
La segunda técnica empleada era la del batido, en mixteco yadzi. Los orfebres que empleaban esta técnica, llamados en español “batidores” o “batihojas”, se llamaban en náhuatl teocuitlatzotonque y en mixteco ña huisi dziñuhu yadzi: literalmente “maestro de batir oro”. Consiste en martillar o “batir” una barrita de oro hasta convertirla en una lámina del grueso deseado. También se podían unir dos láminas martillando en frío o en caliente. Después la recortaban, dándole la forma que querían y, para hacerle la decoración repujada, la ponían sobre un objeto no muy duro, por ejemplo un trozo de madera liso y suave, y, valiéndose de un punzón de piedra o cobre, grababan por el reverso el dibujo que resaltaba así en relieve por el anverso.
Caso, Alfonso, “Oro”, Arqueología Mexicana, edición especial, núm. 41, pp. 21-23.