Entre los rasgos que identifican a una cultura, la comida es uno de los principales. No sólo determina buena parte de las estrategias productivas y se encuentra en la base de cualquier sistema económico, sino que contiene en sus ingredientes, sabores, colores y olores, una manera determinada de obtener las energías necesarias para el diario transcurrir, además de una especie de memoria gustosa de lo que ha sido la vida. En la comida se reproducen cotidianamente pautas culturales que no sólo nos identifican con una tierra o un grupo, también nos transmiten un modo de asociarse con la naturaleza que nos brinda el sustento diario y nos enseña modos de relacionarnos con los otros.
El chile ha estado tan presente en la cultura mexicana que tan pronto se supo de sus propiedades, es decir, sus pros y contras –si es que tiene estas últimas-, se establecieron sus usos. A lo largo de los milenios en que nuestros ancestros utilizaron tanto las especies domesticadas como las cultivadas, se aprovecharon sus cualidades, es decir, se aprendió a comerlo, a reconocer sus distintos sabores y grados de picor, para así combinarlo con otros ingredientes. Es esta sabiduría acumulada la que ahora nos permite disfrutar, no pocas veces con un dejo de sufrimiento, de una multitud de guisos sabrosos y picosos, como mandan los cánones.
El chile ha condimentado la mesa de los mexicanos desde hace milenios, crece a nuestra vera sin mayor problema y cada mercado nos ofrece la variedad deseada en todo momento. Prácticamente no hay comida mexicana sin chile. El maíz, el frijol, el tomate y la calabaza –los otros cuatro grandes de la gastronomía nacional– no necesariamente forman parte de cada platillo, el chile sí; baste recordar la frase de fray Bartolomé de las Casas: “Sin el chile [los mexicanos] no creen que están comiendo”, o aquella otra del barón Ajejandro de Humboldt que asegura que para los de estas tierras el chile era tan necesario como la sal. Su función de condimento es la que otorga al chile esa función de complemento necesario y hasta insustituible para el curtido paladar nacional. El chile, fresco o seco –fresquísimo en algunos lugares y en otros “pachiche”, pero siempre listo y bueno para comer–, se encuentra ya en modestos mercados, ya sea vendido, casa por casa, por los vecinos de recónditos pueblitos, o envasado en supermercados del país y el extranjero. El fruto de las plantas del chile es paciente y espera por quienes quieran comerlo y descubrir la potencialización que hace del sabor de los alimentos.
“Soy un caso atípico en mi comunidad porque no como chile –comentaba un doctor en psicología de la etnia otomí–, porque lo típico es que los mexicanos comamos chile”. Como bien se dice por estas tierras, el chile es el que le da “sabor al caldo”, pero su papel en la gastromonía nacional no para ahí, es además con frecuencia ingrediente principal de diversos guisos. Al chile se le utiliza de distintas maneras: hay quien lo come a mordidas, así nada más crudo o a lo sumo “toreado”, o quien lo pica o lo corta para sumarlo a guisos como el pozole, por dar un ejemplo. Se le prepara en salsas que se añaden a toda clase de platillos –son el acompañante imperdonable de nuestros tacos–, se añade cortado o en polvo para dar sabor a distintas preparaciones; a los que tienen el tamaño adecuado se les ocupa como recipientes de distintos guisos: los conocidos chiles rellenos cuyo ejemplo emblemático son los chiles en nogada. Sin duda la preparación más elaborada es el mole, auténtico símbolo nacional, una mezcla de diversos condimentos en la que el chile lleva la voz cantante e impone su sabor.
Casi desde siempre el fruto ha estado disponible para las cocineras mexicanas. Hoy día, en plena era del supermercado, son comunes en los hogares las macetitas con chiles de las especies preferidas para el guiso diario, ya que se trata de una especie generosa en su reproducción: crece con el mínimo cuidado y en espacios reducidos. Esta relación directa y cotidiana con su consumidor dio lugar al surgimiento entre los mexicanos de una sabiduría culinaria de altos vuelos, que si en la época prehispánica alcanzaba ya matices de gran complejidad se vio definitivamente potenciada con la mezcla de tradiciones e ingredientes venidos de otras tierras, principalmente las ibéricas, y lo mismo sucedió de aquí para allá. El chile, como otros productos de estas tierras, cambió los sabores de las cocinas de prácticamente todo el mundo.
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Tomado de Enrique Vela, Arqueología Mexicana, Especial 32, Los chiles de México. Catálogo visual.