La destrucción deliberada y sistemática de los códices indígenas comenzó en 1519, con el avance de las huestes de Cortés sobre Mesoamérica. Paradójicamente, en esos mismos días los españoles aprendieron a utilizar estos documentos y reconocieron en ellos un medio de registro eficaz. Las batallas y expediciones que condujeron al control del antiguo imperio mexica se planearon con el apoyo de códices. La ambivalencia persistió siempre. Otro ejemplo: en los años treinta del siglo XVI, al mismo tiempo que se perseguía a los indios por utilizar “sus pinturas”, se autorizaba el uso de éstas en los litigios y se les daba el rango de “prueba en derecho”. El enojo no era contra los códices, pues, sino contra el demonio que se escondía detrás de ellos.
Es sabido que en la época colonial se pintaron infinidad de códices. En particular podemos hablar de un auténtico florecimiento del arte de la pintura de manuscritos entre los años treinta y los años ochenta del siglo XVI. Y nos referimos a los códices coloniales en el entendido de que no son iguales a los prehispánicos, pero rara vez hacemos un recuento de las diferencias para ver en qué cambiaron. Al respecto, lo más importante que hay que decir es que la profunda transformación de los códices no se explica sólo por el hecho de que fueran pintados bajo un nuevo orden político, en nuevas circunstancias sociales: los códices se transformaron dramáticamente porque quienes los utilizaban y quienes los pintaban se propusieron cambiarlos, o quizá sería más exacto decir que los españoles quisieron cambiarlos y persuadieron a los indios de hacerlo.
Las escuelas de artes y oficios, que formaron parte del proyecto misional desde un principio y se extendieron por toda la tierra, desempeñaron un papel central en la historia de ese gran cambio. Dichas escuelas tenían el propósito explícito de conservar los antiguos oficios practicados por los indios, pero también tenían la finalidad explícita de que los indios se “perfeccionasen” en su ejecución. Una lectura cuidadosa de las fuentes permite reconocer la pintura de manuscritos entre los oficios aprendidos en las escuelas y ayuda a entender qué tenían en mente los frailes cuando hablaban de perfeccionamiento. El canon de proporciones y, en general, la esquematización de la figura humana y otras formas naturales propias de la pictografía mesoamericana, eran vistos con desagrado por los hombres del Renacimiento.
Los frailes instaron a los indios a abandonar la “monstruosidad” de su antiguo arte y a pintar figuras “mejor entalladas” y más “al natural”, pero de poco hubiera servido la labor didáctica de las escuelas sin la presencia de imágenes de origen europeo que pudieran servir como modelos. Afortunadamente, desde fines del siglo XV las imágenes se multiplicaban en Europa como un cáncer; la imprenta había dado pie a la reproducción en serie y fortaleció la difusión de las normas e ideas estéticas: en cada convento novohispano los indios tuvieron a su alcance miles de imágenes, ya fueran estampas sueltas o ilustraciones de libros.
No es difícil reconocer las huellas del grabado detrás de muchas de las imágenes pintadas en los manuscritos indígenas del siglo XVI. Los grabados sugerían composiciones, diseños anatómicos, nociones de sombreado, ademanes y gestos... Incluso en obras aparentemente conservadoras como el Códice Borbónico o el Códice Boturini se utilizaron grabados, como ya se ha demostrado.
Escalante Gonzalbo, Pablo, “De la pictografía a la pintura”, Arqueología Mexicana núm. 38, pp. 51.
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