a la distinguida nieta de don Manuel
Ángeles González Gamio, gran cronista de la Ciudad de México, me preguntó hace poco si conocía los pormenores del descubrimiento del “famoso chapulín de carneolita”. Le respondí de inmediato que recordaba haber reunido con los años un nutrido expediente sobre esa pieza emblemática de nuestra cultura, pero que no me quedaba muy claro dónde lo había archivado. No me equivoqué en ninguna de las dos aseveraciones y, aunque batallé un poco en su búsqueda, finalmente di con el expediente. En las páginas que siguen hago un análisis de la información con la esperanza de que sea de utilidad no sólo para mi amiga Ángeles, sino para todos los lectores de esta revista.
Cuatro referencias fundamentales
El testimonio más antiguo de esta biografía se remonta al año de 1828, cuando el artista, grabador y coleccionista renano Maximilian Franck (1780-post 1830) llegó a la muy joven República Mexicana, donde residió por más de un bienio. En la capital tuvo la ocasión de dibujar con destreza inusitada objetos arqueológicos del Museo Nacional y de las colecciones privadas del tercer conde del Peñasco José Mariano Sánchez y Mora, el dibujante José Luciano Castañeda, el embajador norteamericano Joel R. Poinsett, el comerciante británico Exeter, la cuarta marquesa de Selva Nevada Ma. de la Soledad Gutiérrez del Rivero y Rodríguez de Pinillos, el negociante William Marshall, el capitán de navío Pedro David Porter, el médico cirujano J.B. Petz y el párroco Manuel Posada y Garduño, en ese orden de importancia.
Conocemos los hermosos y muy fidedignos dibujos de Franck gracias a que el antropólogo Enrique Hugo García Valencia los encontró en 1994 en la biblioteca del Museum of Mankind de Londres. Según él mismo nos ha referido, el álbum (54.5 x 43 cm) se hallaba en el interior de una caja de madera con una etiqueta indicando que había sido propiedad del coleccionista inglés Henry Christy. Dicho álbum está compuesto por un total de 81 láminas con 615 dibujos a lápiz, de los cuales 88 representan 77 objetos que pertenecieron al recién aludido conde del Peñasco. El que ocupa la mitad superior de la hoja 50 es precisamente el chapulín que motivó esta investigación. La glosa, escrita a mano en alemán y francés, señala que fue tallado en hornstein (roca sedimentaria rica en sílice); mide de longitud 1 pie y 7 pulgadas (en unidades del ancien régime, lo que equivale a 46 cm); se localiza en “el Gabinete de S.[u] E.[xcelencia] el conde del Peñasco”; “representa las armas de Chapultepec”, y fue dibujado “en México por M. Franck 1828”.
Para completar nuestro cuadro, anotaré al margen que José Mariano Sánchez Mora (1777-1845) ejerció a lo largo de su vida una multitud de cargos, entre ellos los de teniente coronel, diputado, ayudante de campo de Agustín de Iturbide, miembro del ayuntamiento de la ciudad de México e integrante de las directivas de la Junta de Caridad del Hospicio de Pobres y del Museo Nacional, además de ser autor de la Memoria instructiva sobre el maguey o agave mexicano que publicó en 1837 bajo el simpático pseudónimo de José Ramo Zeschan Noamira. En 1805, Sánchez Mora heredó de su tío el título de conde junto con las haciendas de La Angostura, Peñasco y La Teja. Esta última abarcaba lo que hoy es la colonia Cuauhtémoc y una buena parte de la Juárez y el Paseo de la Reforma, así como los ranchos anexos de los Cuartos, Santa María, Anzures y la alberca grande de Chapultepec.
El segundo testimonio sobre este chapulín se encuentra en el espistolario de Brantz Mayer (1809-1879), publicado bajo el título de Mexico as it was and as it is. Como es sabido, él arribó a nuestro país en noviembre de 1841 en calidad de secretario de la legación de los Estados Unidos. Durante su estancia de apenas 12 meses, este hijo de Baltimore se aficionó particularmente a las expresiones materiales de las sociedades prehispánicas. Tal placer explica sus visitas frecuentes a la mansión del conde del Peñasco, donde pudo admirar no sólo las colecciones de antigüedades, sino también las de historia natural, pintura e instrumental científico.
En la carta XXVI, Mayer pone en relieve la existencia de 3 000 monedas antiguas, un preciado conjunto de minerales, manuscritos indígenas y refinadas piezas arqueológicas. Entre éstas menciona sellos de cerámica, ornamentos de obsidiana pulida, la escultura de un batracio proveniente de Tula, una imagen de Tláloc de cuerpo completo, un cráneo humano elaborado con una roca blanquecina, el fragmento de un pequeño chacmool de piedra verde, una urna cerámica zapoteca de Mitla y un yugo de juego de pelota. También refiere una máscara teotihuacana de serpentina que fue desenterrada en Santiago Tlatelolco, la cual pasaría con posterioridad por las manos de William Ockleford Oldman y George Heye, hasta llegar al National Museum of the American Indian de la ciudad de Washington.
En esa misma carta, Mayer describe el chapulín, del cual nos aclara que fue “hallado en la capital, tallado en mármol rojo y bellamente pulido. Se dice que es el dios de Chapultepec, el ‘cerro de la Cigarra’ ”. Sugiere que, al igual que el batracio de Tula, habría sido efigie de una divinidad a la que se le propiciaba ocasionalmente ofreciendo algún sacrificio. A este breve texto, Mayer sumó un sencillo grabado a línea que aquí se reproduce.
Al morir el conde, el grueso de su colección pasó al Museo Nacional, incluido el chapulín. Por referencia de la arqueóloga María de Lourdes López Camacho y la amabilidad de la historiadora Sonia Arlette Pérez y la bibliotecaria Diana García Pozos, tuve acceso a un tercer testimonio, éste de carácter anónimo. Me refiero a una hojita manuscrita del Archivo Histórico de la BNAH, catalogada como el Documento 1 del Legajo 1-A de la 1ª Serie de Papeles Sueltos. Lo transcribo a continuación:
Un Chapulin de Marmol rojo de cinco ochavas [52.24 cm] de largo con su pedestal de fierro sacado de la alverca de Chapultepec q.e pertenece à la H.da de la Teja q.e era de dicho Conde [del Peñasco] y era la deidad o el Ydolo de dicho lugar q.e significa el Cerro del chapulin y q.e en un divujo de Gemeli Carreri y en otro original en papel de Maguei esta pintado en la cúspide y está en el Museo como donación del S.r. D.n. Sanchez, heredero del celebre Gama. Otro descrito por Ramírez en el 2º Tomo del Prescott. p.a. 115.
La hojita en cuestión es sin duda posterior a 1846, pues en ese año Ignacio Cumplido publicó el volumen de la Historia de la conquista de México de William H. Prescott, que incluye el mencionado estudio del historiador José Fernando Ramírez. También se alude en la hojita al glifo toponímico de Chapultepec que aparece como elemento central del “original” de la Pintura de la peregrinación de los culhuaque-mexitin o Mapa de Sigüenza y de su copia calcográfica dada a conocer por Francesco Gemelli Carreri en 1700. Esta pintura fue sucesivamente propiedad de Carlos de Sigüenza y Góngora, Lorenzo Boturini, Antonio de León y Gama, José Antonio Pichardo, José Vicente Sánchez, el Museo Nacional y ahora la BNAH.
Sin embargo, lo más relevante para nuestros propósitos es que la hojita revela que el “Chapulin de Marmol rojo” fue “sacado de la alverca de Chapultepec”. Aunque no se puede afirmar, esto nos hace suponer que proviene de la “alberca grande” propiedad de Sánchez Mora, también conocida como “de los nadadores” o “Baños de Moctezuma”, la cual se encuentra a 300 m al sur del Castillo. Se tiene conocimiento por la excavación arqueológica de María de la Luz Moreno realizada en 1999 que esta alberca fue remodelada en el siglo XIX.
Nuestro cuarto y último testimonio es el catálogo del Museo Nacional que fue impreso en 1891 por el librero y anticuario W.W. Blake (1850-1918) con el título The Antiquities of Mexico. Allí se cuenta lo siguiente:
Hace cincuenta años el chapulín de la figura de abajo pertenecía a la colección privada de Don José Mariano Sanchez y Mora, ex-Conde del Peñasco. Pasó, con muchos otros muchos vestigios arqueológicos de valor, a ser propiedad del Museo Nacional. Fue exhumado del Cerro de Chapultepec durante los trabajos de construcción del Castillo en el año de 1785. Chapol significa “saltamones” y tepec “cerro”. Por tanto, resulta natural suponer que esta figura, de mármol rojo, bellamente pulida, fue el dios del Cerro de Chapultepec. Es un ídolo muy interesante.
Tanto en este pasaje como en el dibujo adjunto, es claro que Blake –quien tenía su concurrida tienda en la calle de Gante– abrevó de la obra de Mayer. No obstante, introduce aquí la enigmática afirmación de que el chapulín no fue hallado en la base del cerro, sino en su cúspide…
Una escultura excepcional
Para la confección de esta obra maestra del arte prehispánico de la Cuenca de México se empleó de manera completamente inusitada un bloque supuestamente de cornalina, roca también conocida bajo los apelativos menos comunes de “carneolita” y “alaqueca”. Esta variedad de la calcedonia se distingue por su bello color rojizo, que es resultado de las impurezas de óxido de hierro. Su dureza, como en los demás cuarzos, se ubica alrededor de 7 en la escala de Mohs.
Estilísticamente, en dicha obra se constata el sabio apego del escultor a los volúmenes impuestos por el nódulo original. Es notoria la tendencia hacia las formas simples, compactas y redondeadas, desprovistas de vanos y salientes. Se observan superficies suaves, bien pulidas y convexas (como si una fuerza neumática las presionara desde adentro), donde los detalles tuvieron que ser amplificados. Se trata de una imagen cabalmente tridimensional, pues ninguna de sus caras quedó sin ser esculpida.
De acuerdo con el entomólogo Moisés Herrera, la escultura representa a un ortóptero de la familia Acrididae (langostas) en su fase larvaria. Posee una cabeza redondeada con grandes ojos compuestos que acusan una forma ovoidal. En el rostro también tiene señalado el clípeo, el labro, la maxila y la mandíbula, en tanto que su frente cuenta con un par de antenas cortas con extremos curvo-divergentes. El tórax del animal muestra alas incipientes y el abdomen está dividido en cinco anillos que aún no han sido cubiertos por dichos órganos de vuelo. En lugar de las seis patas que caracterizan a todos los insectos en la naturaleza, aquí sólo se figuraron cuatro replegadas sobre el cuerpo, omitiéndose las dos medias. Las posteriores tienen bien delineados el robusto fémur acondicionado para el salto, así como la tibia y el tarso que son delgados y están cubiertos de espinas. Las dos patas anteriores se plasmaron de manera similar a las posteriores, cuando en la realidad son cortas, delgadas y carentes de espinas.
Es interesante apuntar que, en el capítulo V del libro XI del Códice Florentino, los colaboradores indígenas de fray Bernardino de Sahagún registran seis variedades diferentes de langostas: acachapoli, yectli chapoli, xopanchapoli, tlalchapoli (o ixpopoyochapoli), zolacachapoli y zacatecuilichtli. De manera significativa, allí se señala que el yectli chapoli o “chapulín verdadero” es de color colorado. El franciscano traduce el respectivo texto en lengua náhuatl de la siguiente manera: “[Estas langostas] Son medianas y son coloradas. En el tiempo de coger los maizales [agosto-septiembre] andan. Son de comer”. Es de dominio público que muchas otras variedades de chapulín adquieren tonalidades rojizas tras ser hervidos para su consumo alimenticio.
Toda una plaga
Si bien es cierto que el chapulín colorado de Chapultepec es una obra única en cuanto a la maestría de su manufactura y la calidad estética, no lo es en cuanto al motivo: en el arte de los mexicas y sus vecinos existen otros ejemplares escultóricos de este mismo insecto. Para el Museo Nacional, los inventarios de Galindo y Villa (cat. 248) y Seler (cat. 182) mencionan la existencia de una pieza más tosca, de 24 cm de longitud y tallada en una piedra volcánica grisácea. De las bodegas de dicho recinto salió otra pieza para ser exhibida de manera permanente en el Museo de la Escultura Mexica “Eusebio Dávalos Hurtado” de Santa Cecilia Acatitlan. Es un chapulín con tres pares de patas que fue esculpido en un duro basalto. En 1986-1987 se exhumó otro chapulín, éste de basalto y con un solo par de patas, durante la construcción del Edificio de Capuchinas en la intersección de las calles de Venustiano Carranza y Palma, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Integra actualmente las colecciones arqueológicas de la Fundación Cultural Banamex.
Dos chapulines más se encuentran en los Estados Unidos, específicamente en el Philadelphia Museum of Art. Fueron dados a conocer por George Kubler en su catálogo de la colección de Louise y Walter Arensberg: una larva con un par de patas, tallada en una roca volcánica verdosa y pintada de rojo, y un individuo adulto con dos pares de patas que fue hecho de basalto. Otro más, con un par de patas, se encuentra en el Ethnologisches Museum de Berlín. Desgraciadamente con la cabeza mutilada, fue propiedad de Carl Adolf Uhde.
A estos ejemplares deben sumarse dos posibles representaciones escultóricas de chapulines que poseen esclarecedores atributos simbólicos. La primera, también de la colección Uhde del Ethnologisches Museum de Berlín, es un insecto con dos pares de alas y un par de patas. Tiene, empero, cabeza de mono araña y porta un par de oyohualli, es decir, las orejeras distintivas de Xochipilli-Macuilxóchitl, deidad solar del placer sensual, la fertilidad y el maíz. Por el contrario, la segunda es la representación de un ortóptero con dos pares de patas, ojos grandes y antenas cortas con extremos curvo-divergentes que se elaboró con una piedra metamórfica verde y pertenece a la antigua colección Dominik Bilimek del Welt Museum de Viena. Sobre su tórax luce un ehecacózcatl, joyel de caracol asociado a Ehécatl-Quetzalcóatl, las corrientes de aire, el agua y la fecundidad.
Los animales del viento
El historiador Gabriel Espinosa ha demostrado cómo los antiguos habitantes del Centro de México agrupaban a los animales a partir de sus supuestas funciones en el orden cósmico, basándose en la observación de sus rasgos anatómicos o conductuales. De esta manera, en la taxonomía indígena se vinculaban animales que, bajo nuestra perspectiva occidental, parecerían totalmente disímbolos. Un buen ejemplo es lo que Espinosa llama “la fauna de Ehécatl”: la serpiente ehecacóatl, la araña ehecatócatl, los halcones ehecachichinqui y eheca-tlohtli, el tlacuache, el mono araña, el caracol tecciztli, la hormiga, además de aves acuáticas y migratorias como el pato mergo ehecatótotl, el pelícano blanco atotolin, el cormorán acóyotl y el zambullidor acitli. Y, según el autor, pudieran quizás sumarse a la vieja agrupación la golondrina, la avispa, la luciérnaga y la libélula.
Todos estos animales tienen en común sus vínculos específicos con el dios del viento, la vida y la abundancia. Dependiendo del caso, algunos vuelan, brincan o se proyectan en el aire para desplazarse; en ocasiones forman parvadas o enjambres que siguen trayectorias tan veloces y caprichosas como las de una ventisca o un remolino. Otros tejen telarañas con diseño en espiral. Unos más poseen segmentos anatómicos en torzal –como la cola– o cuentan con bandas verticales negras sobre los ojos semejantes a las de Ehécatl-Quetzalcóatl. Algunos surgen súbitamente de la tierra o el agua para lanzarse hacia los cielos, trascendiendo así las esferas del universo. Otros nacen, proliferan o se muestran particularmente activos en la época de lluvias y cuando el maíz alcanza su madurez.
En el marco de esta taxonomía, cabría preguntarse si el chapulín era incluido por las sociedades prehispánicas dentro de la “fauna de Ehécatl”. Al igual que algunos de los animales recién mencionados, los chapulines dan grandes saltos y también vuelan, logrando en ocasiones velocidades de 13 km/h. En el mismo tenor, al desplazarse o al frotar sus extremidades, estos ortópteros emiten sonidos similares a los del viento. Por si fuera poco, en el mes de mayo sus huevos eclosionan bajo la tierra y las larvas, aún sin miembros alares, salen a la superficie, anunciando así las primeras precipitaciones de la temporada. Poco a poco ven surgir sus dos élitros y sus alas flexibles, convirtiéndose en adultos entre junio y noviembre, o sea, en pleno periodo de lluvias. Entonces, los chapulines son recolectados para cocinarlos, de preferencia temprano por la mañana, cuando están entumidos y difícilmente escapan a las redes. Tales comportamientos y un posible vínculo simbólico con el viento, la lluvia y la fertilidad, hacen cobrar sentido al emplazamiento original del chapulín del Museo Nacional de Antropología: una de las albercas de Chapultepec, quizás los mismísimos “Baños de Moctezuma”, donde se concentraban las dulces aguas del manantial que se encontraba al pie del cerro y desde donde se canalizaban hasta la isla de Tenochtitlan.
Concluyo evocando el viaje del capitán de dragones luxemburgués Guillermo Dupaix a la zona arqueológica de Monte Albán en 1806. En su trayecto desde la ciudad de Oaxaca, nos narra con emoción, lo sorprendió un enjambre de chapulines que a la distancia parecían “polvareda o humadas, con un ruido semejante al del aire muy agitado, y a veces cuando cruzaban entre nosotros y el sol hacían sombra y eclipsaban en algún modo este astro”.
Agradecimientos
Gerard van Bussel, Mario Favila, Vanessa Fonseca, Diana García Pozos, Viola Koenig, Alfredo López Austin, María de Lourdes López Camacho, Guilhem Olivier, Sonia Arlette Pérez, Ricardo Sánchez Hernández y Enrique Vela.
Imagen: El chapulín y dos esculturas antropomorfas de la colección del conde del Peñasco. Dibujo de Franck (bm, Am2006, Drg.128, p. 50). Foto: The Trustees Of The British Museum. El chapulín de piedra roja del Museo Nacional de Antropología. Foto: Archivo Digital de las Colecciones del MNA, INAH-CANON
Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Universidad de París Nanterre y director del Proyecto Templo Mayor del INAH. Miembro de El Colegio Nacional.
Esta publicación puede ser citada completa o en partes, siempre y cuando se consigne la fuente de la forma siguiente:
López Luján, Leonardo, “El chapulín colorado de Chapultepec”, Arqueología Mexicana, núm. 171, pp. 20-27.