El culto a los ancestros en la tradición de tumbas de tiro

Verónica Hernández Díaz

En el antiguo Occidente de México los ancestros tuvieron una importancia fundamental en el devenir de los vivos y en su concepción del tiempo y del espacio. Un conglomerado de prácticas y diversas formas de arte testimonian esta cosmovisión, compartida durante más de dos milenios por los pueblos portadores de la tradición de tumbas de tiro.

 

En el panorama de Mesoamérica, la región de Occidente aporta expresiones culturales de notable originalidad, entre las cuales las más emblemáticas se vinculan con una profunda veneración a los muertos. Aproximadamente desde 1500 a.C. hasta 600 d.C. varios de los pueblos que habitaron ese vasto territorio conformaron la llamada tradición de tumbas de tiro; éstas constituyen un tipo peculiar de arquitectura en donde los difuntos de la sociedad en su conjunto fueron depositados en compañía de variadas ofrendas, entre las que se encuentran espléndidas esculturas de estilo naturalista y vasijas cerámicas que figuran una composición geométrica del universo. Un conglomerado de prácticas y diversas formas de arte testimonian una cosmovisión en la que los ancestros tuvieron una importancia fundamental en el devenir de los vivos y en su concepción del tiempo y del espacio.

 

Una tradición funeraria

 

En términos básicos, una tumba de tiro consiste en un pozo o tiro vertical en cuya base se abre una cámara, un lugar con techo abovedado y piso plano, en donde los muertos y sus ajuares usualmente no eran cubiertos con tierra o piedras, es decir se conservaba el espacio hueco, mientras que el tiro era rellenado y la entrada a la cámara bloqueada con lajas de piedra, ollas o metates.

Se trata de una arquitectura subterránea, y uno más de sus rasgos distintivos es que la tarea constructiva consistió en desbastar el tepetate, una capa de consistencia sólida compuesta por toba volcánica, de modo que, en general, no se emplearon lajas o piedras para hacer las paredes y bóvedas, sino que el mismo subsuelo quedó expuesto en los espacios cavados en el interior de la tierra, a veces a una gran profundidad, como lo atestigua una tumba de tiro que se hunde 22 m (Weigand, 1996, p. 16), o la tumba de El Arenal, cuyo tiro tiene 16m de profundidad.

La tradición que recibe el nombre genérico de tumbas de tiro fue realizada con variantes locales y temporales en la mayor parte del territorio occidental; en específico se distinguen tres desarrollos: El Opeño, Capacha y la propiamente denominada cultura de las tumbas de tiro. Las dos primeras son contemporáneas, y los indicios permiten ubicarlas desde 1500/1300 hasta 300 a.C.; respectivamente, sus vestigios se han localizado en mayor medida en Michoacán (Oliveros, 1974 y 2004) y en Colima-Jalisco (Kelly, 1980). La última se ubica entre 300 a.C. y 600 d.C. y resulta más conocida; abarcó la mitad meridional de Nayarit, Jalisco, Colima y zonas colindantes de Zacatecas y de Michoacán (Long, 1966; Kan, Meighan y Nicholson, 1970; Kelly, 1978; Schondube, 1980; Galván, 1991; Mountjoy y Sandford, 2006; Zepeda, 1994; Ramos y López, 1996; Cabrero y López, 1997, Barrera et al., 2007).

 

Hernández Díaz, Verónica, “El culto a los ancestros en la tradición de tumbas de tiro”, Arqueología Mexicana núm. 106, pp. 41-46.

 

Verónica Hernández Díaz. Maestra en historia del arte por la UNAM. Investigadora en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la misma universidad. Trabaja en su tesis doctoral en historia del arte. Su área de especialidad es el Occidente prehispánico y virreinal.

 

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