La diversidad y la maleabilidad son los atributos que explican la acción de los dioses en los procesos cósmicos. Para entender la naturaleza de lo existente, los hombres imaginan una secuencia de aventuras que desemboca en el momento justo de formación de este mundo. El mito es, en el fondo, la referencia a una larga línea causal que concluye con la instalación de los seres mundanos. Veamos el origen de las criaturas. Cada clase, cada especie – al menos idealmente– tiene un antecedente mítico que explica su aparición en el mundo. Esta historia es una cadena de acontecimientos preparatorios que se dieron en el otro tiempo- espacio. La sustancia original de las criaturas es divina. Cada clase, cada especie fue anteriormente un dios o una diosa proteicos sobre los que se produjeron las transformaciones necesarias hasta que se logró estampar en ellos la última de sus características definitivas. El momento en que estos seres adquirieron la última peculiaridad coincide con la creación del mundo. La naturaleza proteica divina cesó entonces bruscamente, pues la creación dio a los dioses una forma fija, firme, que conservarían hasta el fin del mundo. Así fue formada cada clase, cada especie. Así fue creada la especie humana. Y todas las criaturas repetirían sus calidades esenciales, invariables. Es una concepción del mundo en la que los seres del presente son iguales a sus progenitores primigenios.
En el siglo XVII Hernando Ruiz de Alarcón escribió un tratado sobre las creencias indígenas que tenía el propósito de alertar a los sacerdotes de lo que los españoles denominaban “supersticiones”. En dicha obra habló de la creencia en dos ámbitos espacio-temporales. Los llamó “dos mundos” o “dos siglos” con “dos maneras de gentes”. Afirmó Ruiz de Alarcón que, tras el sacrificio del Sol en la hoguera, los seres anteriores se transformaron “en las cosas que ellos mismos habían de ser” (Ruiz de Alarcón, Tratado de las supersticiones, pp. 56-58).
El proceso mencionado es un patrón mítico de la tradición mesoamericana. Todo el proceso cósmico es cubierto de aventura y los personajes participan como si fuesen hombres; sus hechos son calcados de los que ocurren en toda sociedad humana. La parte estética del mito permite grabar en la memoria el remoto proceso del otro tiempo-espacio como una narración. Al respecto, recuerdo aquí un informe mazateco: un hombre de poder, don Sabino, al relatar su viaje iniciático, dijo al antropólogo Eckart Boege que había sido advertido sobre el lenguaje que oiría en el otro mundo: “Allá arriba te van a enseñar todo en forma de cuento” (Boege, Los mazatecos ante la nación, p. 91).
Vayamos a un ejemplo muy simple. Narro un mito tan sencillo que parece un cuento; pero ya Boas habló de la diferencia entre historias y mitos al aclarar que los mitos se refieren a incidentes ocurridos en el tiempo en que el mundo todavía no tenía su forma presente, mientras que las historias (entre ellas los cuentos populares) son narraciones referidas a nuestra era (Boas, Race, Language and Culture, pp. 454-455). Agreguemos que en los relatos míticos los personajes pueden ser descritos desde su origen tanto por sus rasgos antropoicos como por la forma final a la que están destinados. Por esta razón en muchos relatos se los llama “hombres”. Los actuales huicholes son más explícitos, pues se refieren a los personajes míticos como hombres-animales. En esta forma, dicen en sus mitos, por ejemplo, hombres-codornices y hombres-hormigas (Wirrarika irratsikayari, pp. 31-35).
El mito chinanteco que escogí fue registrado en la segunda mitad del siglo XX. Sintetizo el relato. El mito narra que dos mujeres fueron invitadas a la gran fiesta del Sol, o sea al inicio del mundo. Ambas prepararon con antelación sus telares para confeccionar sus respectivos huipiles de lujo. Una, hacendosa, labró flores blancas sobre la tela; la otra, morosa, llegó a la fecha de la fiesta sin haber concluido su tarea. La primera fue la tepezcuintla, que adquirió su bella capa de trazos blancos; la segunda puso sobre la espalda la obra inconclusa, el telar con todo y sus palos, que quedó como el duro caparazón de placas en la armadilla (Weitlaner y Castro, Usila, p. 203). En pocas palabras, las diosas –seres proteicos– destinadas a ser tepezcuintle y armadillo recibieron el último toque de sus formas definitivas unos instantes antes de la salida prístina del Sol.
¿Quién no recuerda algo semejante en otros mitos? En el Popol Vuh, los gemelos Junajpú e Xb’alanké arrancaron las colas al venado y al conejo, animales que quedaron definitivamente jolinos, y al pobre ratón le apretaron la nuca y le quemaron la cola para dejarlo, para siempre, con los ojos saltones y el rabo pelado (Popol Vuh, pp. 90-91).
Alfredo López Austin. Doctor en historia por la UNAM. Investigador emérito del Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM. Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.
López Austin, Alfredo, “El mito”, Arqueología Mexicana, edición especial núm. 83, pp. 58-63.