Eva de Naharon

Octavio Del Río

En las cuevas de Tulum se han descubierto los nueve fósiles humanos hasta ahora registrados en la península de Yucatán: Paleoamericanos tulumnenses. Sus clanes ocuparon las cuevas de la región desde finales del Pleistoceno, hace unos 13 000 años, hasta el Holoceno, en un periodo de aproximadamente 5 000 años en el que el nivel del mar estaba 30 metros por debajo del actual (Fairbanks, 1989). En ese entonces las cuevas estaban secas y fueron habitables hasta el fin de la Era de Hielo, periodo que coincide con la inundación de las cuevas. En esa etapa de la prehistoria, bajo condiciones ambientales extremas, depredadores hostiles y recursos precarios, sobrevivió hasta los 25 años de edad Eva de Naharon.

Para los seres humanos de la Prehistoria fue particularmente importante el noreste de la península de Yucatán. Fue aquí, en un medio ambiente muy frío, preponderantemente seco, con vegetación de estepa o sabana y algunos matorrales comestibles, donde encontraron los recursos suficientes para cazar y recolectar alimentos necesarios para sobrevivir y evolucionar social y culturalmente. Son las cavernas y cuevas de la región el refugio idóneo contra un clima inclemente, protección contra los grandes depredadores de la época y accesos naturales al agua dulce de la lluvia que se filtra y corre por debajo del subsuelo.

La lucha por los recursos entre clanes y animales es posible que haya generado pactos de alianza contra posibles invasores y defensa contra los grandes depredadores de la época, lo que permitió además un intercambio poblacional que ayudó al fortalecimiento y reproducción de las comunidades. Había que sobrevivir a cualquier costo, de ello dependía la existencia de la especie, y la peculiaridad geológica de las cuevas de Tulum fue un factor determinante para lograrlo.

Eva de Naharon indica presencia humana en un lugar remoto en una cueva, cuando aún estaba seca y donde, para llegar al lugar en que se encontró, se recorrieron socavones imponentemente oscuros de paredes negras que absorben la luz que emana de una antorcha arcaica o la linterna actual de buzo. Todo es muy confuso, existen infinidad de majestuosas formaciones que decoran el lugar, sombras van y vienen, hay montañas de rocas colapsadas. Nada es regular o plano, había que escalar, agacharse e incluso, en ocasiones, gatear para ir de una cámara a otra. La cueva se bifurca en muchos otros túneles, cual venas de la tierra, difíciles de recordar; tal vez alguna formación peculiar sería referencia, pero no es suficiente, había que marcar la ruta para regresar a la superficie y volver a ver la luz del sol.

Los restos óseos en el cenote Naharon estaban a 360 m de distancia y a 22.6 m de profundidad en la parte más alejada y profunda de uno de los brazos de la cueva hoy sumergida. De haberlo recorrido sola, a la luz de una antorcha, se antoja algo extraordinario, dado el miedo propio de la soledad en un lugar hostil, tenebroso, desolado, en total penumbra, húmedo y preponderantemente frío. Los efectos de la travesía provocan cansancio, y la falta de aire fresco, sofocación y confusión. Y cuando quiso regresar se perdió, o se quedó sin fuego, refugiándose en la soledad de un nicho en la roca, hasta desvanecerse y morir.

 

Octavio Del Río. Arquitecto con especialidad en arqueología subacuática. Ha colaborado con el INAH desde 1995 y con la Subdirección de Arqueología Subacuática, codirigiendo proyectos de arqueología subacuática en cenotes y litorales mexicanos. Dirige el Proyecto Arqueológico de Cenotes y Cuevas de Quintana Roo, Centro INAH Quintana Roo.

 

Del Río, Octavio, “Eva de Naharon”, Arqueología Mexicana, núm. 157, pp. 70-77.

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