John Verano
Como un campo emergente, la bioarqueología ha hecho contribuciones significativas al estudio de la violencia y de la guerra en las sociedades antiguas. Su enfoque en la identificación y en la interpretación de los traumatismos en esqueletos procedentes de los contextos arqueológicos, nos provee de una fuente única de información sobre la prevalencia de la guerra y de otras formas de violencia interpersonal, a lo largo de la historia de la humanidad.
En años recientes han aparecido varios artículos, compilaciones y libros que estudian la violencia y la guerra en las sociedades del pasado con un enfoque arqueológico. Algunos de ellos tienen sus orígenes en simposios y reuniones académicas (por ejemplo, Scherer y Verano, 2014), en tanto que otros son un compendio de contribuciones que tratan temas muy específicos de la investigación bioarqueológica sobre la guerra (por ejemplo, la publicación de Martin, Harrod y Pérez, 2012, o la de Knüsel y Smith, 2014). Lo que esas publicaciones tienen en común es el uso de restos óseos humanos, procedentes de sitios arqueológicos, para documentar la violencia y la guerra en el pasado. Es importante destacar que esos estudios no son simples descripciones y recuentos de huesos con fracturas y huellas de corte, sino intentos por interpretar el significado de los traumatismos en contextos arqueológicos y culturales específicos. ¿Cuál es el tipo de información única que los huesos pueden aportar al estudio de la guerra antigua? Como ha sido señalado por varios autores, los esqueletos humanos presentan la evidencia más directa de la violencia y de la guerra en las sociedades del pasado. No obstante, lo que distingue al enfoque bioarqueológico sobre la violencia antigua es el cuidadoso estudio contextual de las causas, tratamientos y posible significado social de los traumatismos en los esqueletos (fig. 1). Cada vez son más los bioarqueólogos que excavan los restos óseos humanos, en vez de esperar en el laboratorio a que les sean entregados para su examen (fig. 2). En una investigación bioarqueológica es fundamental tener un conocimiento profundo del contexto arqueológico en el cual son recuperados los huesos, así como tener un entrenamiento en métodos para el registro y levantamiento en campo. Estas habilidades son particularmente importantes al examinar la evidencia de la guerra en la antigüedad.
Enfoques tradicionales para el estudio de la guerra
Mucho se ha escrito sobre la guerra y su presencia o ausencia en las sociedades antiguas. La mayoría de la literatura se basa en la etnografía, la iconografía, las descripciones históricas o la evidencia arqueológica, como sitios fortificados, asentamientos destruidos o abandonados y las armas depositadas en las tumbas. Las fuentes históricas y etnográficas deben ser utilizadas con precaución, ya que a menudo contienen sesgos o incluso narrativas mitológicas.
Las representaciones iconográficas de la guerra y el sacrificio humano están sujetas a diferentes interpretaciones, ya que suelen ser altamente formalizadas (fig. 3). Interpretar la evidencia arqueológica es igualmente un reto. Los antiguos campos de batalla y las fosas comunes son a menudo difíciles de localizar, aun cuando las fuentes históricas los describan. Además, no todos los arqueólogos están de acuerdo en cuanto a qué constituye un sitio fortificado o bien si la arquitectura defensiva es un indicador de la necesidad de protección contra los agresores o, en gran medida, de función ritual o simbólica. De forma similar, las armas en las tumbas pueden decir más sobre el género y el estatus social de un individuo que de la prevalencia de la guerra en cierta sociedad.
Los retos de los bioarqueólogos
Existen, por supuesto, retos que enfrentamos los bioarqueólogos al identificar e interpretar la evidencia de una herida violenta presente en un esqueleto antiguo. Quizá los retos más importantes son: 1) la correcta identificación del traumatismo óseo y 2) la interpretación de la importancia de las lesiones traumáticas. Mientras que las fracturas sanadas son relativamente fáciles de identificar en los restos de esqueletos, con base en la evidencia de la reparación ósea, no siempre es sencillo distinguir entre las fracturas que ocurrieron durante o alrededor del tiempo de la muerte (perimortem) de aquellas que ocurrieron después de la muerte (postmortem). Los huesos pueden sufrir daño postmortem debido a varios mecanismos, incluida la actividad de animales carroñeros, la presión del suelo y la excavación; estas fracturas deben distinguirse de las lesiones ocasionadas en los huesos frescos (fig. 4). Por fortuna, los bioarqueólogos se han beneficiado del conocimiento obtenido de las investigaciones médicas respecto a los patrones de fracturas óseas, así como de estudios experimentales realizados por antropólogos forenses sobre la dinámica de las fracturas y los cambios postmortem de los huesos. El segundo reto –interpretar el significado de los traumatismos– incluye distinguir heridas accidentales de las intencionales, así como los mecanismos y la intención en los casos de violencia interpersonal. Esto implica una cuidadosa consideración sobre la localización y la frecuencia de las lesiones, así como la comparación de las fracturas y las huellas de corte con las armas que posiblemente fueron utilizadas para infligir tales heridas.
John Verano. Profesor de antropología de la Tulane University. Antropólogo físico cuyos intereses de investigación incluyen las condiciones de salud y enfermedad en restos óseos antiguos, la trepanación y otros tipos de cirugía antigua, la guerra, el sacrificio humano y las prácticas mortuorias. Su área principal de investigación son los Andes sudamericanos, con énfasis en las poblaciones precolombinas de Perú.
Verano, John, “La bioarqueología de la guerra”, Arqueología Mexicana núm. 140, pp. 30-35.
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