Moradas vacías, tierras abandonadas...
El fin de los años violentos de la conquista, hacia 1530, marcó el inicio de un periodo de relativa paz en tierras mesoamericanas, pero el agente oscuro y silencioso que había acompañado a los conquistadores no tardó en hacerse presente con una nueva cara. En 1545 otra enfermedad, aparentemente sarampión –no lo sabemos con exactitud porque los documentos la mencionan como cocoliztli, que es una palabra náhuatl aplicable casi a cualquier enfermedad masiva–, volvió a arrasar de manera generalizada durante tres años. Su patrón de expansión debió de haber sido muy similar al de la anterior epidemia, pero esta vez llegó más lejos hacia el occidente. Para ese momento la cifra acumulada de muertos, según los historiadores especialistas (que no han podido llegar a un acuerdo), estaba entre los tres y los veinte millones. La diferencia en el cálculo depende de la cifra que se atribuya al momento inicial. Algunos historiadores argumentan que en 1520 el mundo mesoamericano contaba con veinticinco millones de habitantes y aún más (lo cual es bastante discutible); otros sostienen que sólo eran seis o siete millones. Pero está comprobado que en 1550 había quedado sólo con alrededor de tres o cuatro millones. Así, aun siguiendo los cálculos más conservadores resultaría que no menos de la mitad de la población murió en el lapso de una generación. Fenómenos equiparables ocurrieron en otras partes del continente con la llegada de los europeos.
Inclinarse por una u otra de las cifras citadas altera la dimensión cuantitativa del asunto, pero no la esencia de lo que ocurrió. La población había experimentado un cataclismo. Por todas partes debió quedar un sobrecogedor testimonio de lo ocurrido: moradas vacías, tierras abandonadas, caminos cerrados por la vegetación, terrazas erosionadas, canales azolvados, huertos y chinampas en desuso, sistemas de gobierno desarticulados: en suma, innumerables problemas y conflictos. Se diría que ya nada era como antes. El mundo había cambiado, y no sólo en un lugar o para cierta gente, sino por doquier y para todos. Incluso para los españoles. Hasta donde se sabe, nunca antes, en ninguna otra parte del mundo, había muerto tanta gente en un lapso tan corto ni se había transformado tan súbita y profundamente un paisaje humano. Tal fue el saldo demográfico de la conquista y es en medio de toda esta tragedia humana donde hay que buscar el verdadero parteaguas entre el mundo prehispánico y
el colonial.
La población sobreviviente quedó en una posición demasiado débil para recuperarse demográficamente. La Nueva España de la segunda mitad del siglo XVI fue un país relativamente despoblado, aunque con grandes variaciones porque los efectos acumulados de las epidemias se hicieron sentir principalmente en las zonas costeras, algunas de las cuales fueron literalmente arrasadas (en ellas la densidad de población, que había sido mayor a diez y acaso hasta de treinta o cincuenta habitantes por kilómetro cuadrado, llegó a ser de menos de uno, comparable a la de espacios tan vacíos como en nuestros días el norte de Canadá o el interior de Australia). El impacto fue menor en el altiplano y las zonas serranas. Incluso en algunas regiones, por razones no del todo explicables, la epidemia no llegó.
Imagen: Derecha: En los textos en lengua náhuatl que narran la conquista –la famosa “visión de los vencidos”–, los españoles recién llegados son llamados teteo, “dioses” . Las tropas españolas, marchan a Tenochtitlan. Códice Azcatitlan, lám. 23. Izquierda: Difuntos víctimas de viruela. Códice Telleriano-Remensis, ff. 45v. Reprografías: Marco Antonio Pacheco / Raíces.
Bernardo García Martínez. Doctor en historia; profesor de El Colegio de México. Autor de obras sobre pueblo indios, sociedad rural. Historia ambiental y geografía histórica. Miembro del Consejo Científico-editorial de esta revista.
Esta publicación puede ser citada completa o en partes, siempre y cuando se consigne la fuente de la forma siguiente:
García Martínez, Bernardo, “El cataclismo demográfico de la conquista”, Arqueología Mexicana, núm. 74, pp. 58-61.
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