Bernardo García Martínez
Los establecimientos eclesiásticos se basaron siempre en un pueblo, es decir, en un antiguo señorío, donde existía el precedente de un cacicazgo y una encomienda. El éxito de la evangelización dependió de una buena conjunción de voluntades entre doctrineros, encomenderos y caciques. O, al menos, del entendimiento de que en esos tiempos y escenarios de la conquista no había otra forma de lograr algo perdurable.
La dominación española en Mesoamérica tuvo su cimiento en la relación establecida entre encomenderos y caciques tras la toma de Tenochtitlan. Los caciques eran los mismos tlahtoque o señores (reyes de pequeños reinos) que gobernaban desde tiempo atrás sus respectivos señoríos (denominados tras la conquista pueblos de indios) ya fuese de modo independiente o sometidos a la Triple Alianza u otra soberanía superior. Los encomenderos fueron producto de una especie de remodelación de los soldados conquistadores, colocados como elemento de contacto con los caciques y, por extensión, con sus respectivos pueblos. En teoría, la relación entre unos y otros establecía obligaciones mutuas (protección a cambio de vasallaje), pero en la práctica se trataba de un trato desigual, materializado en la paga de un tributo a cargo de los pueblos y en beneficio de los encomenderos. No obstante, también se garantizaba la subsistencia de los caciques y sus pueblos, que mantuvieron su identidad a pesar de las alteraciones que les tocó sufrir.
Lo anterior significa que la conquista se fundó en un sistema de dominación indirecta. Así se define cuando un poder imperial o colonial ejerce su soberanía con intermediación de los líderes locales, quienes resultan indispensables para mantener en funciones un sistema de gobierno y hasta cierto punto se ven recompensados por ello; por otra parte, el poder colonial no tiene que construir un aparato de gobierno para los asuntos cotidianos, pues se sirve del ya existente. La Triple Alianza ofrecía el precedente de un sistema similar en el que también se respetó la subsistencia de los pueblos y sus señores. En vista de ello, la conquista española involucró una combinación simultánea de rupturas y continuidades. La situación habría de cambiar con el tiempo, conforme llegaban más españoles y se consolidaba un gobierno central fuerte que podía permitirse romper con el pasado de modo radical. Pero antes de esto, hasta alrededor de 1545, la dominación española no hubiera podido establecerse ni subsistir sin encomenderos y caciques.
Tampoco hubiera podido prescindir de los frailes. Dejemos de lado por ahora las consideraciones ideológicas que daban pie a que los conquistadores pretendieran justificar sus actos con la cristianización de la población americana, así como la motivación religiosa de los evangelizadores. Pero no olvidemos que en el pensamiento español de la época el ámbito eclesiástico estaba ligado de manera indisoluble a todos los elementos de la sociedad, y que una acción del gobierno llevaba consigo casi siempre otra paralela que involucraba a la iglesia o sus miembros. Así pues, la conquista, que de entrada se nos presenta como un asunto militar y político, tenía que desembocar sin excusa en la instauración de una iglesia y la difusión de prácticas cristianas. En teoría, los encomenderos estaban obligados a procurar ese fin, pero desde luego no podían cubrir la problemática eclesiástica. Necesitaban acompañarse de personal religioso, y éste fue proveído con gran entusiasmo por las órdenes mendicantes.
El modelo a seguir fue sencillo y no implicaba alterar el planteamiento fundamental de la conquista: al encomendero se sumaba un doctrinero y ambos asumían la responsabilidad político-religiosa que debían a su soberano; los caciques, presuntamente los primeros en adoptar el cristianismo (y si no ellos, sus hijos), serían los garantes de que sus respectivos pueblos consolidaran sus doctrinas, que es como se llamó a las iglesias locales. El proceso puede verse reflejado, como ejemplo, en una tradición recogida por los franciscanos, que cuenta que los frailes llegaron a Cuautitlán conducidos por un cacique de Tenayuca, sobrino de Moctezuma. Relatos parecidos se conservan a propósito de otros pueblos. Sebastián Ramírez de Fuenleal, segundo presidente de la audiencia de México, observó en 1532 que, siendo los caciques cristianos, “lo serán sus sujetos por la suma obediencia que les tienen y porque no sabían ni saben creer ni hacer sino lo que los señores les dicen y enseñan”. La cristianización, por tanto, requería un intermediario e involucraba un elemento de obediencia política.
Este modelo tan sencillo simplifica una realidad compleja, pues había diferencias considerables entre todos esos personajes, sin contar con que las variantes regionales de los pueblos y sus caciques eran inmensas. Además, los encomenderos, que se contaban por centenares, se hicieron presentes en los pueblos desde el primer momento, pero los doctrineros, que en un principio no eran tan numerosos, sólo fueron apareciendo poco a poco a partir de los lugares más cercanos al centro. Su ideal de establecer una iglesia en cada pueblo tardaría mucho tiempo en cumplirse. Por lo pronto, su éxito inmediato dependió de una buena conjunción de voluntades entre ellos, los encomenderos y los caciques. O, al menos, del entendimiento de que en esos tiempos y escenarios de la conquista no había otra forma de lograr algo perdurable.
Bernardo García Martínez. Doctor en historia, profesor de El Colegio de México e investigador nacional emérito. Autor de estudios sobre historia de los pueblos de indios, historia rural y geografía histórica. Ha publicado obras de síntesis sobre la historia y geografía de México. Miembro del Comité Científico-Editorial de esta revista.
García Martínez, Bernardo, “La implantación eclesiástica en Nueva España”, Arqueología Mexicana núm. 127, pp. 43-53.
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