La vida de un arqueólogo en tres momentos

Eduardo Matos Moctezuma

Resulta importante hacer un alto en el camino para efectuar una reflexión de los tramos recorridos. Hay tres temas en mi vida académica que siempre llamaron mi atención y a ellos me he dedicado con pasión. Se trata de la historia de la arqueología, el Templo Mayor de Tenochtitlan y la muerte entre los mexicas.

 

No quiere esto decir que otros aspectos de la cultura no me hayan atraído, por el contrario, he escrito sobre diversos tópicos arqueológicos, como los de las ciudades antiguas, el juego de pelota, el concepto de Mesoamérica, el arte prehispánico y varios más; asimismo, de algunas expresiones actuales que están inmersas en el ámbito de la cultura popular he escrito sobre las danzas de la conquista y de moros y cristianos, sin olvidar además el análisis de libros para su presentación. Inclusive he tenido alguna incursión de corte literario, pero los tres primeros temas son los que me han llevado más días, meses y hasta años de trabajo. Una reflexión acerca de ellos quizá nos permita conocer las andanzas de un arqueólogo a través del tiempo y el espacio de la antigua Mesoamérica.

 

Historia de la arqueología

Mi acercamiento al tema surgió, lo tengo claro, por el interés que tuve en la persona y la obra de don Manuel Gamio. No es de extrañar, por lo tanto, que uno de los primeros libros que escribí fuera una biografía de este investigador, que acompañada de su bibliografía y la selección de una serie de sus artículos (cinco de arqueología y cinco de indigenismo) formaron una antología cuya primera edición fue publicada en la colección Sepsetentas en 1975. Otro trabajo del mismo Gamio que para mí fue modelo de investigación era, sin lugar a dudas, La población del Valle de Teotihuacan, por medio del cual el autor y sus colaboradores fincaron las bases de una antropología integral dedicada a conocer las diversas etapas por las que había atravesado la región en estudio y tratar de aplicar mejoras en la población actual, todo ello a partir de dos premisas fundamentales: población y territorio.

Desde entonces escribí nuevos trabajos que finalmente cobraron forma en el libro Arqueología del México antiguo. Siempre he pensado que conocer a quienes nos antecedieron en la disciplina es indispensable para entender mejor el devenir de la misma; no es tarea fácil pero tampoco superflua. No se trata sólo de hacer bibliografías, sino de profundizar en las corrientes de pensamiento que se dieron y saber por qué se dieron; penetrar en las razones que movieron a distintos personajes conforme a las circunstancias en que vivieron y los datos que aportaron. En fin, que investigar la historia de la arqueología es practicar la arqueología de la arqueología, saber de los cambios que se sucedieron en el transcurso del tiempo y observar con ojo crítico pero también realista el papel de los protagonistas, su medio intelectual y aquello que los llevó a recorrer el velo del pasado para traerlo al presente.

De esta manera podemos trazar un panorama con sus cambios cuantitativos y cualitativos, continuidades y discontinuidades, comienzos y rupturas, en fin, seguir el hilo conductor de la historia que nos lleva a trasponer nuestro tiempo y espacio para entrar, con cierto asombro, en otros tiempos y en otros espacios creados por el hombre. Siempre he dicho que tres son las categorías fundamentales de nuestra disciplina: tiempo, espacio y cultura. Esta última es la que dejará su impronta en lo que el hombre, las sociedades, han hecho para transformar la naturaleza a lo largo de siglos y en diferentes ámbitos que el hombre ha logrado, con su poder creador, hacer suyos. La obra del hombre y el hombre mismo son, pues, nuestra razón de ser…

 

El Templo Mayor de Tenochtitlan

Sin quererlo, una mañana ocurrió un hallazgo sorprendente: obreros de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro trabajaban en la histórica esquina de las calles de Guatemala y Argentina cuando de repente dieron con una escultura hecha en piedra volcánica. Se trataba de la diosa lunar Coyolxauhqui. A partir de aquel encuentro casual todo cambió: tuvimos la oportunidad nada despreciable de poder penetrar en el corazón de un imperio. Por imperio siempre he entendido aquel Estado que rebasa sus propias fronteras para apoderarse de otros estados a los que somete de una u otra manera. En el caso del  mexica, el sometimiento se daba por medio de la apropiación de las tierras del conquistado en lo que a lugares cercanos se refiere, si bien también acudía al tributo como medio de sujeción del vencido. En el caso de lugares lejanos, este tributo era la manera de sometimiento por excelencia. No se imponían dioses, no se imponía la lengua, lo que se buscaba era la apropiación de la mano de obra, los productos del trabajo ajeno que se reflejaba en los diversos materiales elaborados y las materias primas que llegaban a Tenochtitlan. Y nosotros tuvimos el privilegio de penetrar en la representación máxima del poder mexica: el Templo Mayor.

Una de las primeras cosas que escribí fue la de considerar este edificio como el lugar, real o simbólico, donde se concentraba todo el poder, tanto civil como religioso. Al ir penetrando en las entrañas de la tierra, íbamos encontrando pedazos de historia de lo que fue el centro del universo mexica. Pero no todo eran ricas ofrendas que contenían cerámica, esculturas, máscaras, un bestiario impresionante, arquitectura y otros elementos, sino que allí estaban presentes los principales mitos ancestrales. En su parte superior se ubicaban los dioses que representaban dos de los medios fundamentales para el sostenimiento de Tenochtitlan: Tláloc y Huitzilopochtli: el agua y la guerra, la vida y la muerte. Esta dualidad que encarna las montañas sagradas y que se constituye en la dualidad por excelencia: vida y muerte marcan el principio y el fin, el alfa y la omega de las sociedades y del hombre que las creó.

Pero al mismo tiempo que penetrábamos en el corazón del imperio también lo hacíamos en el corazón del México de hoy. A diferencia de otros países latinoamericanos, en México se observa un especial motivo de orgullo por el pasado prehispánico y no tanto por el indígena actual. Esto comenzó desde el momento de la Independencia. En efecto, el movimiento independentista marcó el rompimiento con los lazos que unían a la Nueva España con la metrópoli española. Esto nos planteó como labor indispensable el unir al México insurgente con el pasado prehispánico que había sido negado por España. Se deseaba buscar el cordón umbilical entre un México negado y un México que surgía al calor del movimiento armado. Fue interesante ver cómo, poco antes del inicio de la guerra de Independencia, los antiguos dioses empezaron a salir de su encierro de siglos. Primero fue la Coatlicue el 13 de agosto de 1790, fecha significativa que marcó el momento en que en Tlatelolco se dio la última resistencia indígena en contra de los españoles, un 13 de agosto de 1521; después se encontró la Piedra del Sol, síntesis maravillosa de la concepción del tiempo  de un pueblo que se negaba a morir; poco después surgió la Piedra de Tízoc, que nos revelaba los triunfos del tlatoani  mexica, imagen viva del poder del imperio. Era, como dije en alguna ocasión, el retorno de los dioses. Todos estos acontecimientos marcaron la pauta para dar comienzo a la unión entre el pasado y el presente. En este sentido, descubrir el Templo Mayor muchos años después con todo lo que trajo aparejado, cobraba un significado especial: era recuperar la historia en el lugar donde se unían el México prehispánico, el colonial y el moderno.

Todo esto me llevó a establecer un proyecto que atendiera a la recuperación de aquel pasado. Para ello fue necesario conjuntar a diversos especialistas que se dieron a la tarea no sólo de recuperarlo, sino también de analizarlo desde diferentes perspectivas para estar en condiciones de aportar información novedosa acerca de ese pueblo y de muchos otros, cuyos objetos fueron encontrados en el contexto del Templo Mayor y del recinto ceremonial tenochca. Muchos de los que aquí presentes fueron protagonistas de esos trabajos, ya desde las excavaciones, ya desde el momento de la interpretación de miles de materiales que se presentaban ante nosotros. El resultado está a la vista: nuevos planteamientos y estudios sistemáticos que desembocaron en un conocimiento mayor acerca del pueblo mexica y de otras poblaciones contemporáneas que fueron motivo del control que los primeros ejercían sobre los segundos.

De esta manera, se mostraba ante nosotros el rostro de un Imperio.

 

Eduardo Matos Moctezuma. Maestro en ciencias antropológicas, especializado en arqueología. Fue director del Museo del Templo Mayor, INAH. Miembro de El Colegio Nacional. Profesor emérito del INAH.

 

Matos Moctezuma, Eduardo, “La vida de un arqueólogo en tres momentos”, Arqueología Mexicana núm. 145, pp. 86-87.

 

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