Patricia Plunket Nagoda, Gabriela Uruñuela y Ladrón de Guevara
Si bien la evidencia de casas de inicios del Preclásico en el Altiplano mexicano es escasa, los cambios en el arreglo y distribución de las viviendas registradas a partir del Preclásico Medio contribuyen a documentar el desarrollo de la desigualdad social.
Durante el periodo Preclásico (2000 a.C.-100 d.C.), Mesoamérica atestiguó un extraordinario crecimiento demográfico, que dio lugar al establecimiento de miles de aldeas agrícolas. Paralelamente, los grupos que antes basaban su organización en principios igualitarios se fueron transformando en comunidades cada vez más grandes y densas que admitían, o incluso enfatizaban, el protagonismo, la desigualdad y la propiedad privada. Varias generaciones de arqueólogos se han dado a la tarea de entender esta metamorfosis, buscando en los vestigios del pasado evidencia de cómo y cuándo se fueron modificando las reglas que estructuraban a esos pueblos.
Un productivo contexto para examinar los cambios involucrados en ese proceso es la casa, sede del grupo doméstico que es la unidad social básica. Pero las viviendas son difíciles de detectar cuando fueron hechas con materiales perecederos: paredes de bajareque (carrizos o varas recubiertos con lodo) y techos de pasto o palma. En esos casos sólo suelen quedar en la superficie concentraciones de objetos rotos o fragmentos de los pisos o paredes; los pozos para almacenaje o los entierros, ambos subterráneos, se conservan mejor, pero no se aprecian sin excavación. Encontrar antiguas moradas que no hayan sido afectadas por la naturaleza o por las actividades humanas, ya sean éstas el reciclaje de materiales o la destrucción plena, es un evento inusual.
A pesar de esos problemas de preservación, los ejemplos documentados sugieren ciertas tendencias sobre el tamaño y la distribución residencial a lo largo del tiempo. El paso inicial del cambio, que caracteriza a los inicios del Preclásico, fue la reorganización en aldeas sedentarias de las bandas nómadas de cazadores-recolectores, formadas por grupos de familias emparentadas. En las aldeas, cada familia nuclear (padres e hijos), de quizá cinco o seis individuos, constituía una unidad doméstica, que ocupaba una casa de entre uno a tres cuartos. Conforme las aldeas fueron creciendo, en algunas de ellas las organizaciones familiares buscaron ampliar su tamaño y su fuerza laboral para incrementar su poder productivo; así, la unidad doméstica se expandió para agrupar a varias familias nucleares o extendidas (que incluyen a otros parientes, además de padres e hijos), unidas por lazos de parentesco. Esto podía lograrse expandiendo el espacio de la habitación para albergar a más miembros, o garantizando la cercanía espacial de las nuevas viviendas, que se generaban al tener los hijos su propia descendencia, gestando así conjuntos o “territorios” familiares dentro de la comunidad.
El establecimiento de familias nucleares en el Altiplano mexicano
No hay aún datos sobre cómo hubiesen sido las casas de los primeros asentamientos en las Tierras Altas centrales de México; los restos más antiguos registrados, no obstante corresponder a ya bien entrado el Preclásico, son algo efímeros. La evidencia más completa de una vivienda temprana es de entre 1200 y 1000 a.C., y corresponde a la Estructura 4 de Coapexco, aldea ubicada en el sureste de la Cuenca de México. Fue identificada por Paul Tolstoy (1989), al encontrar un piso de lodo endurecido que cubría unos 33 m2 , las huellas de postes de un cobertizo sobre la entrada, un amplio patio y pozos para almacenamiento; concentraciones de artefactos y pedazos de bajareque en la superficie del sitio señalan la presencia de otras casas menores.
Del lado opuesto de la cuenca, en Tlatilco, los cerca de 500 entierros de entre 1250 y 800 a.C., documentados por Arturo Romano y Román Piña Chan (1955), se distribuían en grupos. Los perfiles de la excavación muestran pozos de almacenaje, pisos de barro y plataformas bajas de tierra para elevar las habitaciones, por lo que es probable que esos grupos resultaran de que los miembros de cada familia se enterraran cerca, sino es que debajo del piso, de su propia casa. Tanto en Coapexco como en Tlatilco hay leves diferencias entre las viviendas y entre las pertenencias domésticas, lo que quizás indica que estas comunidades habían abandonado ya la lógica igualitaria de inicios del Preclásico y sembrado las semillas de la desigualdad social.
Chalcatzingo, en Morelos, nos ofrece otro escenario. La excavación de los cimientos de la casa T-9B (1100 a 1000 a.C.) reveló que se dividía en tres piezas, que cubrían un total de 27.5 m2, tamaño similar al de la Estructura 4 de Coapexco. David Grove (1987) propone que la separación interior no es porque hubiese sido ocupada por una familia extendida, sino para crear habitaciones con funciones distintas. Esto nos parece atinado pues, según observó Adolph Bandelier en 1881, todavía a fines del siglo XIX las familias nucleares del suroeste del valle poblano vivían en conjuntos constituidos por tres cuartos: el mayor para el culto doméstico y recibir invitados, otro que servía de cocina-dormitorio y otro como almacén.
• Patricia Plunket Nagoda. Doctora en arqueología. Catedrática- investigadora en el Departamento de Antropología de la Universidad de las Américas-Puebla.
• Gabriela Uruñuela y Ladrón de Guevara. Doctora en arqueología. Catedrática-investigadora en el Departamento de Antropología de la Universidad de las Américas-Puebla.
Plunket Nagoda, Patricia, Gabriela Uruñuela y Ladrón de Guevara, “Las casas del Preclásico en el Altiplano Central”, Arqueología Mexicana núm. 140, pp. 41-46.
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