La obligación de reciprocidad más dolorosa para el ser humano era la entrega de su propia vida. El mesoamericano creía que este ritual también había sido una invención de los dioses en el tiempo-espacio del mito. Había sido una acción necesaria e insustituible para la existencia del mundo. El Sol, la Luna, los guerreros estelares, habían abierto con su muerte la vía ritual. Desde su posición terrenal, el creyente contemplaba cada día, en los ocasos astrales, la repetición de las inmolaciones divinas. Es necesario distinguir entre los propósitos rituales las dos causas principales que motivan en el hombre tan doloroso deber. Una es, con propiedad, el sacrificio. Es una forma de restitución de los beneficios recibidos por el esfuerzo y la muerte de los dioses. Es el pago de la muerte con la muerte. Los nahuas llamaron a las víctimas nextlahualtin. La traducción es cruda y directa: son “los pagos de la deuda”. Los dioses deben ser alimentados, pues su trabajo mundano los cansa y desgasta. La falta de alimento los lleva a la aniquilación, y su enorme esfuerzo debe ser compensado con la enorme entrega.
La otra causa es el necesario sacrificio periódico de los dioses: las divinidades mueren de nuevo, en la unión ritual sobre la tierra del tiempo-espacio ecuménico y el anecuménico, con la terrible reiteración del sacrificio mítico. Si los dioses no mueren, sus efectos portentosos en este mundo serán ineficaces. La revitalización es tan necesaria como la alimentación que producen los sacrificios de los nextlahualtin. Pero en este caso los muertos en las aras de los templos no son nextlahualtin, sino teteo imixiptlahuan, “las imágenes de los dioses”. El cuerpo de los elegidos para el sacrificio es convertido en un recipiente. La transformación ritual los hace semejantes al dios que los posee. El hombre adquiere así la categoría de hombre-dios. En esta condición, el dios incorporado sufre el rito. Fray Bartolomé de las Casas comprendió pronto el sentido de estos ritos:
“El día dedicado al dios del agua, que llamaban ezalcoaliztli [etzalcualiztli], era muy solemne y festival entre ellos. Antes que viniese, veinte o treinta días, compraban un esclavo y una esclava y hacíanlos morar juntos como casados, marido y mujer. Llegado el negro día para ellos, vestían el esclavo con las insignias o vestiduras de Tláluc, que debía ser algún dios, y a la esclava de las de Chalchiuhcueye, su mujer. Vestidos, bailaban todos los días hasta la media noche que llegaba su sant martín [“sanmartín” es una expresión despectiva sobre la práctica de la occisión ritual, pues se refiere al día en que en España se acostumbraba la matanza de cerdos para hacer embutidos]”.
La occisión ritual fue practicada por los agricultores mesoamericanos desde épocas muy tempranas. Sin embargo, la vida política intensificó considerablemente las occisiones en número y en frecuencia por motivos ideológicos. Por una parte, las ceremonias públicas, masivas, impresionaban fuertemente al pueblo participante, pues insistían en la terrible obligación humana de mantener la vida en el mundo y la necesidad de entregar militarmente su propia existencia a los fines del Estado; por otra, la fama de los devotos y fieros salvadores de la humanidad, representados por los estados más fuertes y belicosos, atemorizaban, como lo aseguran las fuentes, a los pueblos enemigos.
Alfredo López Austin, “La cosmovisión de la tradición mesoamericana. Tercera parte”, Arqueología Mexicana, Edición especial, núm. 70, pp. 24-31.
Alfredo López Austin. Doctor en historia. Investigador emérito del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM.