Los cerros que devoran a la gente

Carlos Arturo Hernández Dávila

Los cerros que devoran a la gente. La “experiencia otomí” en la Sierra de las Cruces y Montealto, estado de México

Entre la Cuenca de México y el Valle de Toluca se erige la Sierra de las Cruces y Montealto cuyos pueblos, a pesar de su imparable conurbación, conservan una profunda y fértil raíz nahua y otomí. La sierra alberga fascinantes historias y vigorosas memorias rituales que hablan de una tierra que “devora gente” a cambio de saciar el hambre de los pueblos: “si nosotros comemos, la tierra debe de comer primero, esa es la ley de la vida”, me decía don Pascual Mendoza, un anciano especialista ritual (mēfi, “trabajador” en otomí).

El paisaje está hambriento y una de las presas más apetecidas es el cuerpo humano: si bien el maíz tiene un papel ineludible en la alimentación de humanos y animales, para los entes divinos celestes o subterráneos es la carne humana la dieta ideal. Por ejemplo: en Ameyalco, municipio de Lerma, estado de México, se dice que la abundancia del agua se debe a que periódicamente la serenamantesuma o minthe (“dueña del agua”, en otomí) ahoga a alguien para asegurar que los manantiales no se agoten.

En otros casos la víctima es un santo: en Xochicuautla la cosecha queda garantizada si a la milpa se le da de comer la imagen “de bulto” de la Virgen de Guadalupe para los elotes, una imagen (también “de bulto”) de la Virgen de los Remedios para los magueyes. En Xatlataco, tanto los aires como el arco iris pueden enamorarse de un hombre o mujer y enfermarlos hasta “secarlos” (devorándoles la carne y la fuerza), situación que puede remediarse con la oportuna intervención de un curandero o ahuizote. Se entiende que lo que concebimos como “naturaleza” no es necesariamente una campiña serena y apacible.

El paisaje come. Ocelotlán y Tecuantepec

Se dice que los dioses carecen de cuerpo, lo que los obliga a predar cuerpos humanos para poder manifestarse o “dar su palabra” en el mundo solar. ¿Dónde preda con más facilidad el territorio? La respuesta en sencilla, pero inquietante: en el monte y en el agua. Buscando pistas, me encontré con una rica tradición documental de origen colonial, que conforma el corpus de los llamados códices Techialoyan.

En ellos se describen los orígenes de las comunidades, los linajes de gobernantes y se indican los límites en oposición a otros pueblos. La naturaleza de estos códices es claramente jurídica y han recibido la atención de varios especialistas quienes, sin embargo, no han reparado lo suficiente en las abundantes referencias a la cosmovisión que lograron colarse en ellos más allá de su inicial propósito judicial. Estos códices nos revelan algo sobre cómo concebían a los guardianes de su territorio: contienen narraciones (generalmente escritos en lengua náhuatl) sobre los tiempos en los cuales los primeros padres/madres (santos y santas) entraron a cristianizar a los pueblos.

Y si bien es cierto que éstos se asentaron en el santocalli, es decir, en el templo católico, los viejos dioses nunca se fueron del todo y se mudaron a sus propios templos, es decir, a los cerros, considerados éstos por los actuales otomíes como iglesias, pueblos y milpas en donde nunca se pone el sol y en donde se guardan los mantenimientos de la gente.

En los códices Techialoyan de Santa María Zolotepec, Huixquilucan, Texcalucan y Atapulco aparecen diversos cerros en cuyas cimas se enseñorean desafiantes felinos de gran tamaño. Si bien éstos se parecen a leones, las glosas en náhuatl indican que se trata de montañas y parajes denominados Ocelotlán, “junto al ocelote, al jaguar”, y Tecuantepec, “cerro donde se devora a la gente”. Pero ¿quién devora y quién era devorado en estos cerros hambrientos? ¿Y para qué?

Imagen: Tecuanitepec. a) Códice Techialoyan de Santa María Ocelotepec (Zolotepec, Xonacatlán, estado de México), f. 14r. b) Códice Techialoyan de Texcalucan y Chichicaspa (San Cristóbal Texcaluca y Santa María Magdalena Chichicaspa, Huixquilucan, estado de México), f. 8r. Fotos: Carlos Arturo Hernández Dávila.

Carlos Arturo Hernández Dávila. Licenciado en etnología, y maestro y doctor en antropología social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Profesor en esta escuela y en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México. Sus líneas de investigación se dirigen al estudio de los cristianismos indígenas, así como a la historia de la evangelización en la época colonial.

Esta publicación puede ser citada completa o en partes, siempre y cuando se consigne la fuente de la forma siguiente:

Hernández Dávila, Carlos Arturo, “Los cerros que devoran a la gente. La ‘experiencia otomí’ en la Sierra de las Cruces y Montealto, estado de México”, Arqueología Mexicana, núm. 180, pp. 53-57.