Los cerros que devoran a la gente. La “experiencia otomí” en la Sierra de las Cruces y Montealto, estado de México
El jaguar en dos lenguas diferentes
Para los antiguos mexicanos, el jaguar era un espíritu o alter ego de los gobernantes y hechiceros: su belleza, fuerza, aguda visión y velocidad inspiraban temor, respeto y admiración, y era signo de poder, divinidad y naturaleza, como sugiere Guilhem Olivier. En Las Cruces y Montealto, como si se tratara de volcanes, los cerros-jaguar siguen activos, pues conforman un circuito de cerros-santuarios en donde, ¡sí!, alguna gente sigue siendo devorada. Pero no cualquier gente, ni sin razón.
Es preciso decir que este circuito devocional está formado por cinco montañas cuyos nombres son La Campana y el El Pocito de Ayotuxco, en el municipio de Huixquilucan; La Palmita del Huayamalucan, en Ocoyoacac; “La Verónica”, en Lerma, y “El Cerrito de Tepexpan”, en Jiquipilco, todos en el estado de México. En conjunto delinean el cuerpo de Cristo crucificado, haciendo de éste el gran jaguar.
Los cronistas coloniales ya habían mencionado que en estas montañas la práctica de sacrificios humanos (específicamente de niños) era ordinaria, e incluso el cura “extirpador de idolatrías” Jacinto de la Serna, hacia 1650, había denunciado que “en estos montes, compran los indios el agua de la lluvia a precio de sangre”.
Lo cierto es que, en lo incógnito de los montes, los otomíes rebautizaron al ocelote/ tecuán con un término en su propio idioma, tal como atestigua un expediente de 1817 de la vicaría de Huitzizilapan, actual municipio de Lerma, el cual informa que en el mes de diciembre de dicho año el cura local sorprendió a algunos de sus feligreses en medio de una ceremonia nocturna en la cual invocaban a Yemixintte o Mixenthe.
Interrogados por la justicia eclesiástica, algunos declararon que así denominaban en su idioma al Señor Divino Rostro. Sin embargo, otros revelaron algo más: explicaron que con ese nombre aludían “al gato/jaguar dueño del monte, de las semillas, de la vida”. El ocelote se tornó en mixi.
Aún hoy, en la iglesia de aquel pueblo se conserva un fresco que representa una cruz en la cima de un cerro, custodiada por dos gatos (en realidad, dos leones), casi a la manera de los códices Techialoyan.
Imagen: La cruz resguardada por dos leones del Templo de San Lorenzo Huitzizilapan, Estado de México. Foto: Carlos Dávila.
Carlos Arturo Hernández Dávila. Licenciado en etnología, y maestro y doctor en antropología social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Profesor en esta escuela y en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México. Sus líneas de investigación se dirigen al estudio de los cristianismos indígenas, así como a la historia de la evangelización en la época colonial.
Esta publicación puede ser citada completa o en partes, siempre y cuando se consigne la fuente de la forma siguiente:
Hernández Dávila, Carlos Arturo, “Los cerros que devoran a la gente. La ‘experiencia otomí’ en la Sierra de las Cruces y Montealto, estado de México”, Arqueología Mexicana, núm. 180, pp. 53-57.