Javier Urcid
En el complicado mosaico socio-lingüístico que conforma el suroeste de Mesoamérica, las deidades de la lluvia tenían sus propios epítetos: Dzavui en mixteco, Chjoón-maje en mazateco, Tyoo en chatino, Cociyo en zapoteco (Se escribe Cociyo, no Cocijo, para representar más fielmente la fonética del zapoteco, en el que no existe el sonido español de la j. En el siglo XVI la j se empleaba para indicar una i larga.). La etimología de estos nombres se deriva de las palabras para “nubes”, “rayo” y “lluvia”. Tan central fue el culto a la lluvia en la antigua Oaxaca que varios grupos usaban el término como gentilicio. Los vocablos “zapoteco” y “mixteco” son ya una hispanización de nombres nahuas, pero gente de la región se autodenomina bènizàa y ñuu dzavui: “la gente de las nubes”, “la gente de la lluvia”.
En la primera mitad del siglo XX, Wilfrido Cruz recogió en Oaxaca un relato que evidencia la persistencia de una concepción cuatripartita del cosmos, en la cual el dios de la lluvia desempeña un papel central. El inicio del relato cuenta que:
…en la cumbre de una montaña vivía desde antes del amanecer del mundo el Viejo Rayo de fuego, Cocijoguí. Era el rey y señor de todos los rayos grandes y pequeños. Al pie de su trono deslumbrante tenía bajo su custodia cuatro inmensas ollas de barro donde guardaba encerrados, en una, a las nubes; en la otra, al agua; en la tercera, al granizo, y en la cuarta, al aire. Cada una de estas ollas, a su vez, estaba vigilada por un rayo menor en forma de chintete o lagartija.
El resto del relato narra cómo a petición de la gente de ese entonces, el gran relámpago revela sus proezas ordenándole primero al rayo menor, Cocijozáa, liberar las nubes, y luego a Cocijoniza desatar la lluvia, seguido del tercero, quien arrojó el hielo y el granizo. Desesperada, la gente le pidió al sol que intercediera. Así, el Viejo Rayo de Fuego le pidió al cuarto rayo menor, Cocijopí, sacar al viento de su olla para que disipara las nubes y la tormenta.
Más de dos milenios antes, la elite de la antigua comunidad de San José Mogote, en los Valles Centrales de Oaxaca, dejó testimonio material del mismo relato al depositar bajo un templo construido sobre una plataforma monumental, una ofrenda que recrea el papel dador de la lluvia. En un rito primordial, un ancestro masculino que personifica a la deidad aparece en el acto de romper con el rayo la troje que contiene el maíz, y ayudado por cuatro mujeres que lo acompañan, lo diseminan a los cuatro rumbos para alimentar a los seres humanos. Así, la gran edificación en San José Mogote debió concebirse simbólicamente como el gran Cerro del Sustento.
La ofrenda nos da además una pauta para comprender la concepción genérica dual de la divinidad. Se trata de una hierogamia (unión entre divinidades) en la que el papel complementario de la mujer y el hombre se trasponen al ámbito sacro. La ofrenda nos habla también de la preocupación central en la antigua ideología por mantener un equilibrio ante el portentoso devenir de la naturaleza. El éxito de una economía agraria dependía de la constante reiteración ritual, incluida la inmolación humana y de animales, para pedir la buena lluvia y alejar la tormenta y el granizo que destruye la cosecha o que enmohece y pudre el maíz. La apropiación de ese conocimiento privilegiado fue un catalizador que promovía la desigualdad social. El gobernante cargaba con la responsabilidad de interceder ante la divinidad, y sus sujetos lo tomaban como un benefactor.
Los datos lingüísticos recopilados por fray Juan de Córdova en el valle de Tlacolula, Oaxaca, durante la segunda mitad del siglo XVI nos dan otra pista, pues la divinidad pluvial no sólo regía los cuatro rumbos, también precedía sobre el tiempo. Así, el fraile nos dice que el calendario adivinatorio de 260 días estaba dividido en cuatro Cociyos, lo cual indica una íntima relación entre los conceptos de tiempo y espacio. De hecho, lo que el fraile dominico plasmó en caracteres alfabéticos está pintado en varios libros adivinatorios prehispánicos, en los que la cuenta calendárica aparece regida por una deidad de la lluvia central y cuatro ayudantes, cada cual ejerciendo su poder en uno de los cuatro rumbos espacio-temporales. Además, el relato recopilado por Wilfrido Cruz semeja la estructura milenaria de las cuatro grandes épocas de creación que terminan en catástrofes, sólo para ser sucedidas por el Quinto Sol, cuando se originan los verdaderos humanos.
La máscara: metáfora que simboliza las nubes
Las manifestaciones materiales de la concepción divinizada del rayo y la lluvia en Oaxaca también nos ofrecen otra lección: la de una asombrosa persistencia en las creencias puntuada a la vez por significativas discontinuidades en las formas mediante las cuales se expresaban. Miguel Covarrubias sintetizó esa lección en una ilustración que muestra el origen de las diversas representaciones de la deidad pluvial en Mesoamérica a partir del antiquísimo sustrato estilístico olmeca, muy diseminado en esta gran área cultural entre 900 y 200 a.C. El lenguaje visual simbólico de ese entonces involucró la forma humana, lo que implica la cu1alidad ontológica de personificar a la divinidad. Las versiones materiales más antiguas que se conocen se caracterizan por un rostro cubierto con una máscara: los ojos enmarcados arriba y abajo por placas, la nariz oculta por una extensión recta y corta, y la boca expuesta pero delineada por la máscara. La extensión sobre la nariz representa unas fauces de ofidio que llevan encima las fosas nasales y abajo, al frente, unos colmillos. La boca humana muchas veces queda oculta por una lengua bífida. Sin duda, la máscara alude a una serpiente, una metáfora visual que simboliza las nubes. La imagen enmascarada porta el glifo C en la frente, un signo que aparentemente representa un manojo de hojas de mazorca y que se usó para simbolizar la lluvia. Después, por más de un milenio, hasta el siglo IX d.C. –cuando la gran influencia alcanzada por Monte Albán rebasaba la geografía de los Valles Centrales– el padre/ madre rayo siguió representándose con esa misma serie de atributos, independientemente del trasfondo lingüístico y étnico.
Para entonces, al glifo C se le aumentaron otros atributos, incluidas dos tiras enhiestas insertadas en la parte superior del haz de hojas del elote, las cuales se curvan por el peso de unas chaquiras en cada extremo y que rematan en flecos dobles. Además, el manojo aparece sobre una base que representa unas fauces desdobladas con dientes al centro y un elemento trilobulado en cada extremo que insinúa al maíz tierno.
Urcid, Javier, “Personajes enmascarados. El rayo, el trueno y la lluvia en Oaxaca”, Arqueología Mexicana núm. 96, pp. 30-34.
• Javier Urcid Serrano. Doctor en antropología por la Universidad de Yale. Profesor asociado en el Departamento de Antropología de la Universidad de Brandeis, Boston, Massachussets.
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