Bernardo García Martínez
En un primer acto, señorío de la Triple Alianza digno de entregarse, después de la conquista, como encomienda a los descendientes de Moctezuma. En un segundo acto, pueblo de indios novohispano paulatinamente reducido en extensión y sin embargo sobreviviente con su gobierno propio, su cabecera y varias dependencias. En un tercer acto, municipalidad acosada dentro de un Distrito Federal al que no le correspondía pertenecer pero que le hizo participar de sus problemas. En un cuarto acto, entidad borrada del mapa político y reducida a un mínimo estatus en la jerarquía urbana.
Cuando surgió la república federal mexicana en 1824 se hizo presente el problema de dónde y cómo ubicar su capital. Los legisladores determinaron mantener la sede del poder en la ciudad de México, con la novedad de asignarle un espacio excepcional, el Distrito Federal. Mas no se contentaron con encerrar dentro de él a la ciudad de México sino que, de manera poco reflexiva, le añadieron otros componentes: municipios con sus propios gobiernos y jurisdicciones que, al lado de la gran ciudad, y bajo la ambigua autoridad del gobierno federal, eran como sardinas junto a una ballena. Su vida política transcurrió desde entonces en la cuerda floja. Un caso de ese tipo era Tacuba.
En gran parte de México, sobre todo en las áreas mesoamericanas, los municipios tienen una historia muy antigua, pues son recreación de los pueblos de indios coloniales, que eran los cuerpos políticos en los que se concretaba el poder local. Muchos tenían sus orígenes en los señoríos que llenaban, por centenares, el espacio prehispánico. En casi todos los municipios es posible encontrar continuidad de muchos siglos en la presencia de un poder local, ejercido con mayor o menor autonomía según las condiciones del momento. Autoridad propia, elementos de administración, jurisdicción territorial, cabecera conspicua (marcada casi siempre por una plaza central) y matrícula de población, entre otras, son constantes que se han mantenido a lo largo del tiempo. También se han mantenido los topónimos. Por su parte, la administración eclesiástica ha creado una esfera paralela, con una parroquia en casi cada municipio. Tacuba surgió como cuerpo político en tiempos prehispánicos, y con mucha gloria, al sobresalir como uno de los señoríos de la Triple Alianza. En la época colonial perdió esa distinción, no obstante lo cual mantuvo buen desempeño a pesar de haber sufrido la secesión de algunos componentes, como Tlalnepantla, Huixquilucan y Naucalpan, entre otros, que se conformaron como pueblos separados. Su cabecera disfrutaba del título de villa, lo cual le daba cierto lustre aunque no significara gran cosa. Pero la estrella del célebre pueblo de indios de Tacuba empezó a opacarse cuando, sin deberla ni temerla, quedó encerrado en el Distrito Federal.
Y tan bien que estaba...
Si la historia del Distrito Federal está plagada de problemas políticos y jurídicos, la de sus municipios –con más frecuencia llamados municipalidades– es aún más compleja. Los linderos del Distrito se modificaron varias veces y el número de sus municipalidades cambió debido a fusiones o divisiones. A principios del siglo xx eran 22, aunque su número se redujo luego a 13. Dejando fuera la municipalidad de México, excepcional por dondequiera que se le vea, hay que decir que se sabe muy poco de lo que ocurrió en las otras doce.
A pesar de ello, sí se puede decir con certeza que las municipalidades del Distrito Federal estaban más limitadas en sus funciones que las de cualquier estado de la república, de manera notable en el ámbito fiscal. Por ejemplo, eran abastecedoras de productos para la ciudad de México, con la que mantenían un comercio vigoroso, pero el gobierno del Distrito se quedaba con los impuestos generados. En cambio, tenían que enfrentar gastos que, como el mantenimiento de calles y caminos, quedaban bajo su jurisdicción. La situación se agravó con el crecimiento de la ciudad, que hasta alrededor de 1880 había mantenido una superficie más o menos estable, limitada al espacio de su propia municipalidad, pero que a partir de ese momento se disparó: pasó de menos de 390 000 a más de un millón de habitantes entre 1900 y 1930 y su área urbanizada creció, extendiéndose sobre las municipalidades vecinas.
En un principio, la expansión de la ciudad de México sobre Tacuba se dejó sentir de manera indirecta, en primer lugar con la creación de la Escuela Nacional de Agricultura, de la que se sustrajo terreno para la Escuela Normal para Varones (cuyo edificio fue inaugurado en 1910 y después destinado al Colegio Militar) y la posterior Escuela Nacional de Maestros, y en segundo lugar con la fundación del Instituto Técnico Industrial (predecesor del Politécnico). En la municipalidad también se instaló la incipiente Cervecería Modelo. En contraste con estas fundaciones, un buen pedazo de su jurisdicción fue elegido para establecer extensos panteones. La vía del Ferrocarril Nacional casi rebanó la plaza principal. Todo ello dejó huella profunda en la vida de Tacuba y sus consecuencias llegan al día de hoy. Sin embargo, nada de esto implicaba un desplazamiento demográfico importante como el que ocurrió, de manera simultánea, como resultado de la apertura de las nuevas “colonias”, como se llamó a las áreas, casi siempre destinadas a un grupo social determinado, que recibieron a la creciente población de la ciudad. Ocurrió así por dos razones. La primera, porque en el centro de la ciudad no se favoreció la construcción de edificios altos que permitieran una mayor concentración. La segunda, porque los grandes propietarios que poseían haciendas y tierras de cultivo en sus alrededores encontraron conveniente el fraccionar y vender sus terrenos, proceso abiertamente especulativo en el cual las autoridades intervinieron de manera muy desigual, sin planeación e imponiendo normas de urbanización en algunos casos mas no en otros. A esta enorme oferta de terrenos debe agregarse que los costos de la urbanización recaían sobre administraciones que carecían de recursos para solventarlos. El resultado es que muchas de esas colonias, muy extensas, permanecieron sin servicios por muchos años.
Bernardo García Martínez. Doctor en historia, profesor de El Colegio de México e Investigador Nacional Emérito. Autor de estudios sobre historia de los pueblos de indios, historia rural y geografía histórica. Ha publicado obras de síntesis sobre la historia y geografía de México. Miembro del Comité Científico-Editorial de esta revista.
García Martínez, Bernardo, “Los últimos días de Tacuba”, Arqueología Mexicana núm. 136, pp. 72-79.
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