Marcela Salas Cuestas, María Elena Salas Cuesta
Durante el virreinato era regla que los entierros se hicieran principalmente en el interior de las iglesias, aunque también se utilizaron atrios y conventos. La Iglesia siempre estuvo presente en la espera y la llegada de la muerte, despertando la preocupación y el celo de los fieles mediante misas, fundaciones y donativos para ocupar el sitio escogido o designado para el eterno descanso.
La muerte para el hombre que vivió en el periodo virreinal era un hecho natural; la concebía como un acto lógico y aceptado plenamente, pues representaba el inicio de una vida eterna en el reino de Dios. Para ello el cuerpo debía reposar en la tierra de donde fue formado, de acuerdo con la referencia bíblica sobre el origen de la humanidad (Génesis, cap. 2, versículo 7).
Así, esa idea de vivir muriendo fue materializada por la religiosidad en la Nueva España desde el siglo XVI hasta la primera mitad del XIX. Esto se manifestó mediante el culto íntimo, interior, determinado por las costumbres sociales, en especial el de la familia, en cuyo seno tenía lugar el deceso, y por otro, externo y colectivo, que salía de ese ámbito y permitía la manifestación pública del dolor en actos religiosos que invadían la vida cotidiana: procesiones fúnebres, oraciones, misas y sermones.
Una vez que en el Primer Concilio Provincial Mexicano, convocado por el arzobispo Montúfar en 1555, se dieron a conocer oficialmente algunas de las normas establecidas en el Concilio de Trento, la corona y los representantes de la Iglesia difundieron aquellas que tenían relación con las ceremonias que debían efectuarse durante los entierros, mismas que cobraron mayor fuerza en el Segundo Concilio, celebrado en 1565 (Lugo Olguín, 1998, p. 38).
En 1585, durante el Tercero, el arzobispo Moya de Contreras difundió los decretos contrarreformistas y la labor que desempeñaría la Iglesia con el apoyo de la corona para imponer, desde entonces hasta 1760, con las reformas Borbónicas, las bases de los dogmas, creencias, métodos y prácticas religiosas que debían llevarse a cabo para el eterno descanso del difunto y la forma de su entierro.
Al respecto, Lomnitz (2006, pp. 162-163), apoyado en fray Lorenzo de San Francisco, quien en 1665 describió en forma detallada lo concerniente a las prácticas que habían de realizarse cuando un hombre o una mujer morían, señala entre otras que los ojos y la boca debían estar cerrados; el cuerpo cubierto con una sábana o tela o bien vestido con el hábito de alguna orden religiosa; el ataúd tenía que ser de madera y lo seguirían los deudos portando luto. En la iglesia se celebrarían las exequias mediante cantos, misas y otros oficios, bendiciéndose la sepultura para ausentar al demonio a la vez que se ofrendaba pan, vino y cera adquiridos con las contribuciones de los hospitales, cofradías, conventos y comunidades religiosas y seculares, además de que el llanto en señal de duelo debía hacerse en orden y ser satisfactorio para el difunto.
Salas Cuestas, Marcela, y María Elena Salas Cuesta, “El virreinato. Costumbres funerarias”, Arqueología Mexicana núm. 103, pp. 78-83.
• Marcela Salas Cuesta. Historiadora por la unam. Investigadora de la Dirección de Antropología Física del INAH, en donde coordina los proyectos: “México en el siglo XVIII. Costumbres funerarias. Un estudio de salud pública” e “Investigación, conservación y difusión de materiales fotográficos”. Ha realizado estudios sobre arquitectura y pintura virreinal, así como de materiales arqueológicos de Tlatilco, estado de México, y Jaina, Campeche.
• María Elena Salas Cuesta. Maestra en ciencias antropológica, con la especialidad en antropología física. Investigadora de la Dirección de Antropología Física del INAH, en donde coordina el proyecto “Rasgos no-métricos o discontinuos en cráneos prehispánicos y coloniales (parentesco)”. Ha realizado diferentes trabajos sobre antropología física forense, osteopatología y salud pública en el México virreinal.
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