Enrique Nalda
Tras el abandono de la ciudad de Teotihuacan, el centro de México fue escenario de un intenso proceso de transformación ocurrido en el transcurso de aproximadamente dos siglos, entre 700 y 900 d. C., en lo que se conoce como el periodo Epiclásico. En ese entonces, surgieron nuevos centros urbanos, como Cantona y Xochicalco, entre otros, que implantaron nuevas formas culturales producto, a su vez, del nuevo entramado de relaciones políticas que se establecieron al interior de esas ciudades, entre ellas e incluso con culturas de otras regiones mesoamericanas.
Para discutir lo que pudo haber sucedido en el centro de México a la caída de teotihuacan, es necesario hoy en día referirse a las últimas investigaciones realizadas en Cantona (Puebla), Xochicalco (Morelos) y en Tajín (Veracruz).
Cantona
Ubicado en un malpaís, en medio de tierras fértiles, el sitio de Cantona tiene una extensión de poco más de 12 km2; su superficie está cubierta con restos de antiguas habitaciones, de estructuras asociadas al ritual y de construcciones civiles, todo ello en un arreglo compacto, con espacios relativamente reducidos para la circulación y la realización de actividades al aire libre.
Los trabajos arqueológicos realizados en Cantona entre 1993 y 1994 por Ángel García Cook y Leonor Merino han puesto de relieve algo más que su gran extensión y su alta densidad poblacional. De ellos ha emergido un sitio "extraño”, entre otras cosas por la inusual proliferación de juegos de pelota: 24 en total , de los cuales 17 o 18 son contemporáneos, concretamente del momento del clímax en su desarrollo. El hecho de que la mitad de esos juegos de pelota se encuentren fuera de su "acrópolis" y dentro de las áreas habitacionales, y el de que algunos de estos edificios formen parte de conjuntos que pudieron haber tenido una función ceremonial, han hecho pensara García Cook y Merino en la posibilidad de que Cantona haya sido poblada por habitantes de origen diverso, concentrados en barrios. Siguiendo esta idea, es posible que grupos con un origen común se hayan acomodado en la nueva ciudad, cuidándose de no perder su identidad, asumiendo y defendiendo una autonomía relativa, y viviendo con respeto a las normas sociales y a los arreglos políticos aplicables a la ciudad en su conjunto, pero conservando costumbres que mantenían y reforzaban vínculos que garantizaban su propia existencia. Los edificios asociados al ceremonial de grupo habrían operado como expresión de esa autonomía relativa; uno de esos edificios habría sido, precisamente, el juego de pelota, lugar donde seguramente se realizaban los ritos asociados a la creación, a la renovación y a la guerra.
Algo más que llama la atención en Cantona es la asimetría de sus trazos y construcciones. Dado lo irregular de su terreno y el crecimiento explosivo que parece haber tenido el sitio durante los años de su apogeo -que según los último fechamientos se dio entre 600 y 900 d. C. , no es de extrañar que la ciudad carezca de una traza reticular, como la tuvo, por ejemplo, Teotihuacan. Esta situación topográfica particular no explica, sin embargo, la asimetría observable en sus edificios principales; los juegos de pelota, tal y como lo enfatizan García Cook y Merino, no guardan entre sí igualdad alguna: difieren en todas sus dimensiones, en su orientación, en sus arreglos arquitectónicos, en los elementos complementarios que integran, así como en la ubicación de sus accesos. Las diferencias no parecen ser producto del azar sino intencionales; esta preocupación por distinguir unos de otros es armónica con la idea de que se trata de afirmar diferenciasen un contexto de uniformidad; de retener una identidad por origen común, al tiempo que se comparte con otros, de origen diverso, una forma de vida.
Hay que señalar, sin embargo, que hasta ahora no se han encontrado diferencias formales que refuercen la tesis de que Cantona era un asentamiento pluriétnico: la cerámica, que frecuentemente es utilizada por los arqueólogos para postular la posibilidad de diferencias étnicas, es, en Cantona, marcadamente uniforme en cuanto a formas y decoración. Esta uniformidad podría entenderse como producto de la imposición de una norma, pero, dada la ausencia de reglas aplicables a la construcción de los juegos de pelota, resulta difícil aceptar que ésa sea la razón; es posible, también, que la uniformidad sea producto de una masificación de la producción de artefactos de cerámica, pero dado que, hasta ahora, no se han encontrado en Cantona talleres de cerámica que prueben la existencia de una estrategia productiva de ese tipo, no puede defenderse, por ahora, esa posibilidad. Más plausible resulta que esa homogeneidad de la cerámica de Cantona se deba a que se trata de un desarrollo local o, alternativamente, a que se trate de una manifestación cultural del lugar de origen de quienes llegaron a Cantona hacia el momento de su auge; de ser cierto esto último, habrá entonces que pensar en que los que migraron e hicieron posible la Cantona que hoy se aprecia a través de sus ruinas llegaron de una misma región, que muy probablemente fueron integrantes de una misma etnia y que las diferencias que se enfatizan están más vinculadas a los roles que cada uno de los grupos que llegaron a Cantona desempeñaban en la ciudad, o al afán de distinguir la comunidad particular de la que partieron.
Enrique Nalda. Arqueólogo y doctor en antropología. Investigador de la Di rección de Investigación y Conservación del Patrimonio Arqueológico, INAH.
Nalda, Enrique, “El reajuste mesoamericano”, Arqueología Mexicana núm. 32, pp. 32-41.
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