Las exequias de los ricos
Ritos funerarios en el México colonial
Todo sepelio de rico fue una celebración póstuma, que se dejaba explícita a los deudos por varias generaciones en el testamento. El trabajo de los agremiados, cofrades y familiares empezaba con los últimos estertores del moribundo. Así, debían traer al sacerdote para proporcionarle oraciones de consuelo y ayudarlo a bien morir.
Una vez acreditado el deceso, se celebraba el velorio en la casa del muerto, con los espejos tapados, y moños negros y crespones en puertas y ventanas. Las campanas de la parroquia tocaban a difunto, avisando a la comunidad la pérdida de uno de sus miembros. Amigos y conocidos, vestidos de luto riguroso, empezaban entonces el desfile doméstico y las oraciones para su salvación. El testamento se abría y se intentaba cumplir con los últimos deseos del fallecido. Si el muerto había dejado dicho en su testamento que se le extrajeran partes de su cuerpo y fueran enterradas en otros sitios, esto se debía hacer, y así los cirujanos sacaban corazones, hígados y ojos, algunos de los cuales se partían para ser inhumados en sitios especiales distantes del cuerpo.
Un arzobispo pidió que sus ojos se enterraran en el convento de San Francisco, donde había sido donador; su hígado en Catedral, porque sus sacramentos los había tomado en ella; sus intestinos en el convento de Santa Clara, y su corazón en el de Santa Teresa. Los diversos órganos recibieron el mismo tratamiento que el cuerpo, o sea, se les hizo oración fúnebre y se les enterró con pompa y ceremonia. La procesión era acompañada por una serie de personas, además de familiares y amigos, encabezadas por un cura o por el obispo –lo que dependía de la jerarquía del fallecido–, quien con una cruz alta o baja, capa, dos o más acólitos y otros aditamentos, según el pago realizado, era seguido por los personajes que por su actividad pertenecían a un gremio y a un Santo Patrono, ya que de por vida se había pagado a la cofradía una cantidad para tener un “seguro” de muerte, que incluía el compromiso de llevarle el viático al moribundo, un sitio de entierro en el altar del dicho santo y las oraciones que los cofrades ofrecieran por la salvación de su alma. Los más acaudalados pagaban a los niños huérfanos y a los pobres de solemnidad para que acompañaran el entierro y para que adquirieran ropa de luto y unas ceras, y además tenían la oportunidad de asistir al banquete luctuoso.
Imagen: a) La escalera al cielo. Monasterio de Santa Catarina, Monte Sinaí. Los hombres de la Edad Media consideraban que la vida estaba rodeada de demonios que los hacían caer en el infierno. Una de las vías para conjurar este peligro, y llegar al reino de Dios, era la sepultura en los templos. Reprografía: Marco Antonio Pacheco / Raíces. b) Relicario con un hueso del papa San Bonifacio. Los relicarios guardan las partes de santos que fueron objeto de traslatio de España a América. Foto: Dolores Dalhaus / Asociación de Amigos del Museo Nacional del Virreinato. c) Relicario con una parte del maxilar de San Lúcido Mártir. Las primeras reliquias traídas de España fueron objeto de grandes ceremonias. A su paso desde el puerto de Veracruz hasta la capital de Nueva España, se colocaron arcos de flores, se hicieron procesiones y se dijeron muchas oraciones. Foto: Dolores Dalhaus / Asociación de Amigos del Museo Nacional del Virreinato.
Elsa Malvido (1941-2011). Historiadora. Investigadora del INAH, en donde coordinó, por más de 30 años, el Seminario de Demografía Histórica, el Taller de Estudios sobre la Muerte y el Proyecto de Salud-Enfermedad de la Prehistoria al Siglo XX.
Malvido, Elsa, “Ritos funerarios en el México colonial”, Arqueología Mexicana, núm. 40, pp. 41-56.
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