En el arte mesoamericano, la representación del ser humano cumplía esencialmente dos funciones: evocar eventos memorables y emitir para la sociedad y los individuos significados específicos. En cualquier caso, el cuerpo está sujeto a normas: desnudez, vestuario o insignias invariablemente lo distinguen y articulan con el resto del universo, signo de una sociedad altamente jerarquizada. Destacan, también, las reiteraciones estilísticas, las que dieron unidad artística e identidad a cada cultura.
La primigenia escultura olmeca, tanto la de volúmenes colosales como la miniatura, refleja a un pueblo obsesionado por las proporciones que reproducen tipos físicos que describen, con no pocas audacias formales, jorobados, enanos, hombres-jaguar, rostros deformados y transfigurados. Entre los nahuas, particularmente entre los mexicas, el cuerpo se vio subordinado plásticamente a las exigencias de relatos, mitos e historias; entre mixtecos y mayas, al mismo tiempo monumentales y minimalistas, la figura humana se confunde con las de los dioses; en esas expresiones, el trazo del ser humano se simplifica.
Debe señalarse que, pese a que la preeminencia de las insignias de poder y la teatralidad del vestuario perdurarían por más de 3 000 años, los artistas nunca perdieron la orientación estética ni dejaron de reforzar las figuraciones antropomorfas como símbolos sagrados, con materias fragmentarias tomadas del mundo animal o del vegetal. Pese a la variedad de lenguajes formales desarrollados por las culturas mesoamericanas, todos coinciden en una intención primordial: proyectar la condición humana.
Tomado de Sergio Raúl Arroyo García, “Retrato de lo humano en el arte mesoamericano” Arqueología Mexicana, núm. 65, pp. 16-21.