I. Historia de la arqueología en México. Arqueología de la arqueología. De la época prehispánica al siglo XVIII
Las actividades prehispánicas en los sitios arqueológicos
A H.B. Nicholson
Sabemos que el hombre prehispánico visitaba con asiduidad centros ceremoniales en ruinas, explorando ávidamente edificios y monumentos cuyas formas se adivinaban bajo la vegetación. En estos peculiares escenarios, caracterizados por el silencio y la desolación, llevaba a cabo una amplia gama de actividades. Lamentablemente, muchas de ellas no dejaron huellas perceptibles para los arqueólogos modernos. Estamos enterados de su realización gracias a varias fuentes históricas redactadas en el siglo XVI, como la “Relación de Tequizistlán y su partido”. Este interesante documento señala que las sociedades que vivieron ocho siglos después del turbulento colapso teotihuacano, la mexica entre ellas, destinaban las vetustas pirámides del Sol y de la Luna al culto, las consultas oraculares y el sacrificio de cautivos de guerra.
Por el contrario, otras actividades prehispánicas dejaron una marca indeleble en numerosos sitios arqueológicos de Mesoamérica. En un primer grupo se incluyen acciones que podemos calificar como “aditivas”. Ejemplo típico de este fenómeno es la adoración de los relieves de Chalcatzingo, Morelos, dos milenios después de su elaboración. En 1200 d.C., los tlahuicas añadieron un adoratorio y una escalinata monumental a este sitio arqueológico con el propósito de acceder fácilmente a los relieves del Conjunto B, de 1000 a.C. Un caso distinto es la elaboración de los relieves del Cerro de La Malinche, esculpidos por los mexicas frente a las ruinas de Tula Grande a finales del siglo XV. Esta singular obra, compuesta por las efigies de Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl y Chalchiuhtlicue, ha sido interpretada ya como un homenaje mexica a las deidades heredadas de sus antepasados toltecas, ya como una “imagen histórica retrospectiva” del célebre gobernante de Tula, para validar la tradición mexica de esculpir los retratos de sus soberanos en las peñas de Chapultepec.
También son claras “adiciones” la inhumación de cadáveres y el enterramiento de ofrendas en el interior de edificios derruidos, expresiones que denotan la sacralización que se hacía de las ruinas. Como ilustración, mencionemos los restos mortales introducidos por gente del Posclásico Tardío dentro de la Estructura 1-R de la Ciudadela en Teotihuacan; el fastuoso ajuar funerario, también del Posclásico, depositado en la Tumba 7 de Monte Albán, y los incensarios-efigie colocados en el mismo periodo sobre el derrumbe de templos del Clásico Tardío en Dzibanché, Quintana Roo. Una de las últimas acciones de este tipo de que se tiene memoria es relatada por fray Diego Durán. El dominico cuenta que, estando aún en las costas del Golfo de México, Hernán Cortés envió a Motecuhzoma un regalo consistente en vino y bizcochos. Al recibirlo, el tlatoani mexica se negó a ingerir los alimentos –no sabemos si por su estado tras la larga travesía transoceánica– y señaló que “era cosa de los dioses”. Mandó entonces a sus sacerdotes que llevasen la ofrenda a las ruinas de Tula y “que lo enterrasen en el templo de Quetzalcoatl, cuyos hijos eran los que habían venido”.
Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Université de Paris X-Nanterre. Director del Proyecto Templo Mayor, INAH.
López Luján, Leonardo, “I. Historia de la arqueología en México. Arqueología de la arqueología. De la época prehispánica al siglo XVIII”, Arqueología Mexicana, núm. 52, pp. 20-27.
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