Ximena Chávez Balderas
Hace apenas cuatro décadas, Jane Buikstra llamó “bioarqueología” a la disciplina encargada del análisis de los restos óseos humanos procedentes de contextos arqueológicos, la cual utiliza la metodología de la antropología biológica para el estudio de las sociedades pretéritas, que incluye un diseño de investigación y su ejecución.
Desde entonces, la creación de este término causó polémica, pues hay quienes sostenían que no se trataba de una disciplina nueva, ya que se practicaba en el campo de la antropología física. En efecto, este tipo de estudios se han llevado a cabo desde hace mucho tiempo. Por ejemplo, podemos mencionar el trabajo pionero de Earnest Hooton durante la década de 1930. En su estudio de los materiales óseos procedentes de Pecos Pueblo, Nuevo México, realizó un análisis paleoepidemiológico, tomando en cuenta la información biológica y cultural de más de dos mil entierros. Además, este investigador se ocupó de describir la morfología craneana y dental, tomando medidas de todos los individuos. Décadas después, gracias a su cuidadosa labor en la recolección de estos datos, ha sido posible llegar a nuevas interpretaciones a partir de estos mismos esqueletos. Durante esos mismos años, el connotado antropólogo físico mexicano Javier Romero Molina se encontraba realizando este tipo de investigaciones en nuestro país, cuyo legado en materia de modificaciones craneanas y dentales, así como sobre las trepanaciones, resulta invaluable.
Si la disciplina no era nueva ¿por qué la necesidad de otorgarle un apelativo diferente? La razón es que esto permitiría distinguirla de la antropología física, cuyos alcances van mucho más allá de las poblaciones arqueológicas. La rama encargada de su estudio se conoce tradicionalmente como osteología, nombre que resultaba demasiado descriptivo. Así, el término elegido para identificar a esta disciplina fue precisamente bioarqueología, lo que permitió darle un nuevo impulso a nivel mundial. ¿Se trata de un campo de estudio para arqueólogos o para antropólogos físicos? La respuesta es sencilla, cualquiera que sea la formación primaria del investigador, obligadamente debe tener una preparación académica en ambas ramas de la antropología.
Los temas que estudia la bioarqueología son muy vastos. De acuerdo con Buikstra, los tópicos más populares son los rituales funerarios, el sacrificio humano, la dieta, las enfermedades en la antigüedad, la paleodemografía, los movimientos poblacionales, las relaciones genéticas y las actividades cotidianas. Por su parte, Clark Spencer Larsen identifica otros temas de estudio, tales como el crecimiento, la adaptación, el estilo de vida y la historia de las poblaciones. De tal suerte, en la última década han proliferado las publicaciones sobre la violencia, el género, la niñez, el abuso infantil, la guerra, el cuidado, el sacrificio, entre otras. Es posible hacer bioarqueología de cualquier tema, siempre y cuando se busque contestar una pregunta arqueológica a partir del análisis sistemático de los restos óseos humanos.
En nuestro país el panorama es muy alentador. Cada vez más colegas y estudiantes reconocen el enorme potencial que esta disciplina ofrece a la interpretación de las culturas antiguas. La bioarqueología mexicana ha realizado aportes sustanciales en diferentes campos de estudio. Por ejemplo, hasta hace pocos años los infantes no eran considerados un sector importante para la interpretación de la dinámica social. No obstante, a partir de trabajos recientes se ha llegado a la conclusión que los niños son actores sociales importantes. Por otro lado, el estudio de los dientes ha revelado un panorama inusitado para la disciplina. Además de permitirnos estimar la edad de un individuo, podemos conocer a detalle su dieta, su procedencia, la filiación biológica e incluso las enfermedades que padeció. En particular, el estudio del cálculo dental o sarro es una de las áreas de investigación más prometedoras.
Sin lugar a dudas, uno de los campos que aún es necesario fortalecer en nuestro país es la bioarqueología de la guerra, la cual ha sido abordada con gran éxito en otras regiones culturales, como en los Andes. En efecto, a través del análisis de las huellas de violencia antemortem y perimortem, así como de la información contextual, es posible contribuir al entendimiento de los conflictos bélicos en los que se involucraron las sociedades pretéritas. Uno de los mejores ejemplos es el caso de Teotihuacan, donde el análisis de los restos humanos encontrados en el Templo de Quetzalcóatl y la Pirámide de la Luna ha permitido a los especialistas saber que esta sociedad no era el Estado pacifista que se creyó por mucho tiempo.
Dos prácticas culturales que han estado en la mesa de discusión desde hace décadas son las modificaciones craneanas y dentales. Actualmente se abordan desde una perspectiva más holística, lo que ha permitido contribuir a comprender la concepción del cuerpo humano en Mesoamérica, y se ha constituido como una línea de investigación muy prometedora.
Finalmente, los dos tópicos más recurrentes son, sin lugar a dudas, los funerales y el sacrificio humano. Respecto a los primeros, la tendencia es dejar atrás las simples descripciones sobre la posición y orientación de los esqueletos, para poder reconstruir las ceremonias que originaron estos contextos. De esta forma, debemos entender que los rituales funerarios se realizaban para socializar la pérdida de un ser querido, para lograr que la parte inmaterial de su cuerpo llegara al mundo de los muertos y para disponer de su cadáver, tal y como lo propuso Louis-Vincent Thomas, máximo exponente de la antropología de la muerte. En cuanto al sacrificio humano, hasta hace unas décadas este fenómeno solía estudiarse a partir de las fuentes históricas y la iconografía. En nuestros días, el análisis directo de los restos óseos abre
un panorama insospechado que nos permite abordar este polémico tema. El desarrollo de nuevas técnicas como el análisis de isótopos para inferir patrones de migración o dieta, o bien la antropología genética, están abriendo una vertiente insospechada para la disciplina, lo cual nos ayuda a responder preguntas culturales que difícilmente se podían abordar antes. Así, podemos concluir certeramente que es factible contribuir al conocimiento de la vida de los antiguos pobladores a través de los testigos tangibles de su muerte: los restos óseos.
Ximena Chávez Balderas. Licenciada en arqueología por la ENAH. Maestra en antropología por la UNAM y maestra en antropología física por la Tulane University. Candidata a doctora en antropología por esta última universidad. Bioarqueóloga del Proyecto Templo Mayor.
Chávez Balderas, Ximena, “Bioarqueología. Reconstruyendo la vida a partir de la muerte”, Arqueología Mexicana núm. 143, pp. 24-25.
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