Es este momento singular de la civilización, mismo que en nuestras excavaciones se manifiesta en los depósitos arqueológicos del Protoclásico (ca. 1-350 d.C.), constituye no sólo el antecedente directo sino la materia prima de la que habría de valerse la cultura de El Tajín en el Clásico (ca. 600-900 d.C.). De hecho, el modelo cultural teotihuacano que tanto habría de difundirse en Mesoamérica durante el Clásico Temprano (ca. 350-600 d.C.), impactará a nivel local sobre elites que jamás renunciaron al ritual del juego de la pelota y que en todo caso aceptaron cierto grado de transformación pero sin nunca apartarse del sustrato cultural originario. Dicho sustrato es el mismo al que debemos los primeros basamentos piramidales, las más antiguas edificaciones dedicadas precisamente al juego de la pelota y las estelas labradas.
Cuando las caravanas comerciales teotihuacanas alcanzaron las playas del Golfo de México, las más tempranas organizaciones sociales de tipo estatal habrían ido migrando hacia formas de gobierno cada vez más complejas. Los tiempos teotihuacanos –esto hay que subrayarlo– no fueron de modo alguno el escenario de un cambio significativo en lo que toca al desarrollo del Estado, por más que la vecina cuenca del río Nautla encaminara ahora la mayor parte del tráfico comercial de la época y que la inmensa ciudad de El Pital, Veracruz, consolidara su importancia regional. Aún tratándose de un Estado inmenso para la costa y ciertamente dueño de un poder sin precedentes en términos de la experiencia política del litoral norte del Golfo, no pareciera que semejantes transformaciones amenazaran la vigencia de las instituciones tradicionales del Estado. El culto al soberano continuó siendo el mecanismo fundamental de control político y social. Es un hecho que siguieron esculpiéndose estelas y que la representación del gobernante fue acercándose –cada vez más– a los cánones estilísticos del arte teotihuacano y a sus símbolos de autoridad: el bastón de mando y la bolsa ritual. La solución plástica de la imagen erguida del soberano terminó por adoptar los modelos de la gran metrópoli del Centro de México, la que ciertamente influía en el estilo cultural de las elites locales, no sólo en la representación de estos hombres divinizados, sino en la producción local del utillaje cerámico indispensable para la celebración del culto.
Muy pronto aparecieron en el contexto de las clases dirigentes las primeras imágenes del dios Tláloc, deidad originaria del Altiplano Central que terminó por convertirse en numen y arranque inmemorial del linaje de los gobernantes locales. Su representación se trasladó a los vasos rituales y, como ocurre en Cerro Grande, Veracruz, a los muros de piedra de los juegos de pelota. En ellos se le representó con grandes ojos formados por círculos concéntricos, con una nariz humana adornada por una barra rectangular y con tres dientes aserrados en el lugar de la boca. La elite actualizaba su sistema de creencias adaptándolo a una Mesoamérica mucho más integrada –en realidad globalizada si es que hacemos valer aquí el término– y ahora construida a la medida de la civilización teotihuacana. El culto a esta deidad del agua, al agua que da vida o que la arrasa cuando se manifiesta sin control, se equilibraba localmente en el ritual inmemorial del sacrificio humano y en la figura del propio gobernante. No hay que olvidar que a este último se le consideraba como el responsable de la prosperidad del Estado y –por su carácter sagrado– como el mediador de su pueblo ante los dioses. El pueblo proveía al gobernante de bienes y servicios en tanto que este último velaba por la seguridad del Estado y la benevolencia divina.
Tomado de Arturo Pascual Soto, “Divinos señores de El Tajín. El surgimiento de los primeros estados en la llanura costera del Golfo de México”, Arqueología Mexicana núm. 124, pp. 26-31.
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