El Templo Mayor, corazón de Tenochtitlan

David Carrasco

Centro y periferia en el Templo Mayor. El orden simbólico

La autoridad tiene tendencia a la expansión. Tiende a expandir el orden que representa, hacia la saturación del espacio territorial… Los gobernantes, simplemente por su posesión de la autoridad y por los impulsos que ésta genera, desean ser obedecidos y lograr la aprobación del orden que simbólicamente encarnan.

Edward Shils

No sólo excavamos el Templo Mayor, excavamos el imperio azteca.

Eduardo Matos Moctezuma

Resulta inusitado, aun en el vasto campo de la arqueología, encontrar un momento, una excavación o un descubrimiento que enriquezcan nuestro conocimiento de casi todos los aspectos de la visión que un pueblo tiene acerca de un lugar; no obstante, el descubrimiento y las excavaciones del Templo Mayor de Tenochtitlan han tenido efectos radicales y sostenidos sobre la manera como ahora se concibe y entiende el imperio azteca. Uno de los efectos más significativos se refiere a la manera como académicos, artistas y público en general pueden reconsiderar, en el contexto social del centro de Mesoamérica, los conceptos y relaciones de microcosmos y macrocosmos, arquetipo y repetición, templo y territorio, centro y periferia. El Proyecto Templo Mayor ha hecho que se reconsidere no sólo los significados y actividades asociados al “simbolismo del centro” sino también el significado político del “simbolismo de la periferia”. La afirmación de Matos Moctezuma en el sentido de que el trabajo del equipo de arqueólogos no sólo ha arrojado luz sobre el templo que se encuentra en el “centro del mundo” sino también sobre las periferias y circunferencias del orden imperial merece ser analizada. En este artículo trataré de combinar una descripción y una interpretación que permitan al lector una mayor comprensión de la dinámica existente entre el centro y la periferia, que se refleja en las excavaciones de Coatépec.

Hasta antes de los trabajos de excavación del Proyecto Templo Mayor, contábamos con una cantidad impresionante de estudios que demostraban que la ciudad azteca estaba estructurada por una serie de directrices, símbolos y objetos destinados a convertirla en el centro ejemplar del Anáhuac; pero, a partir de los descubrimientos de 1978, me resultó evidente que la manera usual que tienen los historiadores de las religiones y los antropólogos de concebir la categoría del “centro” no constituye un enfoque exhaustivo que permita entender la historia y el significado del Templo Mayor. A este respecto, es de suma importancia no sólo ser consciente, al menos en el caso de los aztecas, de los poderes que integran el axis mundi sino también reconocer e interpretar la explosiva, condicional y a veces efímera dinámica existente entre la ciudad del lago y los pueblos, ecosistemas, dioses y orientaciones de la periferia. La hipótesis de Edward Shils sobre la tendencia del centro a saturar la periferia con su autoridad, valores y poder sugiere que, a su vez, el Templo Mayor pudo haberse saturado con los valores, poderes y dioses de la periferia. Si bien es cierto que los sistemas periféricos y sus símbolos pueden ser más débiles en la jerarquía de un imperio, también lo es que tienen la fuerza para amenazar al centro con la incredulidad, la inversión de los papeles y la rebelión. Y es precisamente en ese tipo de situaciones donde es pertinente la frase de W.B. Yates: “Las cosas se disgregan, el centro no las retiene”. En Tenochtitlan, en realidad, el centro sí las retuvo, en un tejido constituido por el nexo de los sistemas rituales y míticos del Templo Mayor, pero la cohesión se logró al convertir el Templo Mayor azteca no sólo en un centro ejemplar sino también en una periferia ejemplar, un lugar donde el imperio mexica fue representado y organizado idealmente en la arquitectura, los entierros y los ritos.

Símbolos de la periferia

Ahuízotl… mandó llamar a su mayordomo mayor, al cual apercibió que luego avisase a todos los demás mayordomos de todas las provincias para que proveyeran las mantas y todo lo necesario que los tributos reales tenían recogido por todas las provincias y ciudades…

Fray Diego Durán

 

Sabíamos hace tiempo que el Templo Mayor fue el centro simbólico de la gran red tributaria del imperio azteca (Berdan, ed.,1992). No sólo fue la expresión material del pensamiento religioso azteca sino, también, como lo ha mostrado claramente el Proyecto Templo Mayor, un recipiente ritual, un lugar donde se reunían las ofrendas sagradas y simbólicas de muchas partes del reino. En 131 depósitos funerarios fueron encontrados más de 8 000 objetos rituales, y aproximadamente el 80 por ciento de ellos procede de pueblos y ciudades-Estado distantes. En términos generales, hay una asombrosa diversidad de objetos y símbolos que reflejan el patrón de las fuerzas centrípetas que podemos ver, por ejemplo, en la sección de tributos del Códice Mendoza. Las ofrendas incluyen objetos tan diversos como punzones de hueso, copal, codornices, cráneos, lagartos, conchas, braseros e imágenes de dioses.

Un estudio señala que unas cuantas ofrendas incluían más de 300 objetos distintos que pueden clasificarse en 29 elementos. En un excelente estudio de síntesis, Leonardo López Luján muestra, por ejemplo, que muchos de los restos animales distribuidos en las ofrendas comprenden “especies cuyo hábitat natural distaba considerablemente de la capital tenochca; los animales identificados provenían de cuatro medios distintos: el ambiente templado de la Mesa Central, las selvas tropicales, los arrecifes coralinos y los esteros y lagunas costeras” (López Luján, 1993). Hasta ahora se ha logrado identificar doscientas especies de once grupos zoológicos y resulta significativo el que la gran mayoría de los ejemplares proceda de las aguas del Golfo de México, mientras que las especies de agua dulce nativas de los lagos de la Cuenca de México apenas están representadas.

Ahora bien, el entierro de esos objetos en los pisos y cámaras del Templo Mayor refleja algo más que los hábitats naturales de donde proceden, pues también son una expresión de las relaciones sociales vecinas y distantes. El complejo y vulnerable mundo social que los aztecas se esforzaron por controlar dentro y fuera de la Cuenca de México consistía en pequeños estados locales, llamados tlatocáyotl, cuyas relaciones de alianzas y rebeliones entre unos y otros cambiaban constantemente. (La mejor descripción de esta organización político-religiosa se encuentra en López Austin, 1980, y en Carrasco, 1971.) Las ciudades-Estado consistían, a su vez, en pequeños territorios agrícolas políticamente organizados bajo el control de la ciudad que era asiento del gobierno, centro ceremonial y lugar de residencia de la clase gobernante, la cual afirmaba ser descendiente de los dioses. Los conflictos y guerras entre los tlatocáyotl eran constantes y la conquista de uno por otro daba como resultado la imposición de un importante tributo sobre el pueblo vencido. Dado que los conquistadores aztecas lograron incorporar decenas de esas ciudades-Estado a su imperio, el pago de tributos a Tenochtitlan se volvió enorme y aseguró la superioridad económica de la casa real, la nobleza y los ciudadanos comunes. Una porción simbólica de los tributos, que eran cobrados por los trabajadores y por agentes especializados de esas distantes sociedades, se llevaba al Templo Mayor y se enterraba ritualmente en ceremonia de Estado. Tanto el hábitat natural como el social de las comunidades periféricas estaban contenidos simbólicamente en el axis mundi de los aztecas, lo cual ampliaba su poder político y su significado.

El estudio de López Luján (1993) sobre las ofrendas del Templo Mayor revela que los especialistas en los rituales de la capital estaban encargados de la “administración del espacio interno” de los depósitos y que dicha administración se regía por un lenguaje simbólico desarrollado para establecer medios de comunicación tanto con los dioses que moraban en el gran altar como con los que lo visitaban. Ese lenguaje tenía una “sintaxis interna”, correspondiente a la distribución de los objetos en el espacio que los contenía, y una “sintaxis externa”, relacionada con las estructuras arquitectónicas. A mi entender, hay otros dos tipos de lenguaje: 1) un lenguaje vertical, referente al centro y la periferia cosmológicos, y 2) un complejo lenguaje horizontal, referente al centro y la periferia sociales.

Así, por ejemplo, hay muchas ofrendas dedicadas al dios Tláloc que representan, entre otras cosas, los paisajes sagrados de sus montañas, el paraíso, las cuevas y el mar (Broda, 1987). Consecuentemente, se trata de un lenguaje de incorporación cosmológica: las periferias sagradas del cosmos vienen al centro de la capital azteca. Muchos de esos objetos muestran los temas cósmicos de la creación y las relaciones con lo sobrenatural. Ese lenguaje cósmico-mágico es de naturaleza centro-periferia, pues los objetos, los ritos y el significado simbólico de Coatépec traen los antiguos y distantes paisajes míticos al orden material, en el corazón de la ciudad. Es un lenguaje centro-periférico, vertical y cosmológico.

El segundo lenguaje de la administración del espacio interno refleja las relaciones horizontales, sociales e históricas, de conflicto, conquista y sacrificio. Uno de los descubrimientos más sorprendentes hasta ahora son las ofrendas de la Cámara II, que incluyen cientos de conchas, piedras verdes y algunas esculturas de estilo Mezcala, que se desarrolló en la región de Guerrero. Algunas de las máscaras, labradas en muchas diferentes poblaciones bajo el dominio azteca, representan rostros nobles, aterradores e imponentes. Muestran distintos estilos artísticos, énfasis en diferentes rasgos faciales y, según Eduardo Matos, al parecer fueron ofrendadas como tributo especial al Templo Mayor con ocasión de alguna ceremonia propiciatoria entre 1469 y 1481.

No se trata sólo de signos de ofrendas sino también de signos de sujeción. En el axis mundi fueron enterrados objetos valiosos, rostros simbólicos quizá de diferentes aliados o comunidades fronterizas. Algunas de las ofrendas poseen también un importante aspecto temporal, pues contienen máscaras y objetos asociados con las antiguas civilizaciones de Teotihuacan y Tula (Matos, 1979; López Luján, 1989; Matos y López Luján, 1993).

Una de las ofrendas más extraordinarias es una pequeña máscara olmeca de jade, en perfecto estado, que probablemente fue labrada unos dos mil años antes de que se construyera la primera de las once fachadas del templo. En esos valiosos tesoros antiguos vemos la preocupación de los aztecas por integrar los símbolos de otra periferia: los orígenes históricos del orden urbano, que ellos representaban.

En algunas fuentes, como la Historia de Durán, por ejemplo, leemos sobre los carismáticos, rebeldes y dinámicos señores y habitantes de otros pueblos que desafiaron a la ejemplar capital azteca, obligándola en ocasiones a emprender campañas militares en sitios remotos y a hacer grandes gastos en recursos y hombres cuyos resultados podían ser el triunfo o la derrota. Ese tejido de resistencias sociales modifica la famosa propuesta de Clifford Geertz sobre la “doctrina del centro ejemplar”, que, como acertadamente hace notar Stanley Tambiah, describe a “todos los reyes en la cima de centros ejemplares como puntos fijos, inmóviles hasta la pasividad y el trance meditabundo. Cuanto más alta su posición y mayor la gloria y prosperidad de su reino, tanto más se les reducía a ‘meros signos entre signos’” (Tambiah, 1984). Pero, en su constante intento por saturar el espacio con su control social cosmológico-mágico, los gobernantes aztecas participaron dinámicamente en las modificaciones de fronteras y alianzas. Durante el reinado de Ahuízotl, por ejemplo, las provincias de Tecuantépec, Xolotla, Izhuatlan, Miauatlan y Amaxtlan, lejanas todas de la capital real, decidieron “bloquear el camino a los mercaderes aztecas que venían cada año a mermar las riquezas de la región”, pues era común que cientos de mercaderes de la Cuenca de México saquearan las riquezas naturales y los objetos suntuarios de esas regiones. La respuesta del gobernante azteca fue emprender una gran guerra que, en ese caso, logró destruir a los ejércitos rebeldes –no siempre ocurrió así– y multiplicar la cantidad de ricos tributos enviados a Tenochtitlan. El relato del conflicto incluye palabras clave sobre el significado social y político del tributo “dándoles opulentísimamente de comer y de beber, con mucha abundancia, todo enderezado para mostrar su magnificencia y grandeza y para agradarlos y tenerlos propicios en su servicio cuando los hubiera menester” (Durán, 1984). Si bien la corte, la capital y el templo de Moctezuma reflejan el mundo sobrenatural como un orden en equilibro, como ciertamente lo fue, también reflejan las luchas políticas y la incertidumbre de un Anáhuac palpitante de vida, no sólo un territorio rodeado por agua sino también una capital rodeada por tormentas políticas periódicas. El Templo Mayor es un espacio sagrado dual que incorpora las dualidades centro-periferia. Por así decirlo, se “atragantaba” con el tributo de la periferia que periódicamente rechazaba su autoridad. En consecuencia, la capital azteca y el Templo Mayor fueron tanto centro ejemplar como ¡periferia ejemplar!

Templos gemelos

Uno de los aspectos más interesantes del Templo Mayor en cuanto centro y periferia son sus templos gemelos. El hecho de coronar una base piramidal con dos templos parece ser una innovación azteca y ha desencadenado un importante debate acerca de la razón y el significado de tal estilo. En la primera hipótesis, sustentada por Esther Pasztory, se argumenta que las magníficas ciudades de Teotihuacan, Tollan (Tula) y Cholollan (Cholula), con sus grandes pirámides, sus imponentes estructuras de piedra, sus complejas estructuras sociales, sus sistemas de comercio a larga distancia, su iconografía religiosa y la genealogía sagrada de sus reyes, intimidaron a los aztecas y los inspiraron para estar a la altura e integrar en su patrimonio la herencia del Clásico (Pasztory, 1977). Los reyes aztecas iban periódicamente a Teotihuacan, lugar de la creación cósmica (aunque secundario desde el punto de vista político) con el propósito de visitar los antiguos templos para hacer sacrificios y renovar los vínculos con los antepasados divinos y la santidad que moraban en ese sitio. Los aztecas invocaban permanentemente el prestigio tolteca asociado a la gran Tollan de Quetzalcóatl, a la que originalmente eran ajenos, para afianzar sus propios y caros reclamos de legitimidad. Pasztory demostró que esas ciudades “arrojaban una enorme sombra sobre los aztecas, quienes no pudieron evitar sentirse insignificantes e inferiores por comparación” (ibid.). Atormentados por un sentimiento de ilegitimidad e inferioridad cultural, los aztecas hicieron agotadores y hábiles esfuerzos por incorporar en sus santuarios las tradiciones consagradas de su distante pasado, lo cual se refleja en el hecho de que el Templo Mayor tuviera grandes santuarios del dios Tláloc, quien protegía a las comunidades del México anterior a los aztecas, así como del más reciente Huitzilopochtli. Según Pasztory, los aztecas se vieron obligados, como un medio para legitimar su autoridad, a incorporar la gran autoridad sobrenatural y cultural del pasado en la colosal fisonomía simbólica del Templo Mayor (Pasztory, 1988).

Otros especialistas, como Matos Moctezuma, opinan que el simbolismo de los templos gemelos es “el nítido reflejo superestructural de una economía basada en la tributación de otros pueblos por medio de la imposición militar y en la agricultura” (citado en López Luján, 1993). Los cultos de los campesinos y los guerreros se unen en el “centro del mundo” para asegurar los compromisos comunitarios, la productividad y la mistificación de sus tareas.

Si bien Matos no rechaza la interpretación de Pasztory, él hace énfasis tanto en las realidades materiales como en las psicológicas. Una tercera corriente argumenta que los templos gemelos reflejan la antigua y persistente visión cosmológica de una serie de coincidentia oppositorum, oposiciones coincidentes, entre ellas las oposiciones y complementos cielo/tierra, sequía/lluvia, solsticio de verano/solsticio de invierno, dos montañas cósmico-geográficas, Coatépetl/Tonactépetl, y los cultos a los dioses Tláloc-Tlaltecuhtli/Cihuacóatl-Coatlicue Coyolxauhqui. (Broda, López Austin y Matos comparten algunas de estas opiniones, véase López Luján, 1993.) Este enfoque sitúa el diseño dual entre los compromisos religiosos que compartía un gran número de sociedades del Altiplano en el Posclásico, de las que los aztecas derivaron parte de su cosmovisión (ibid.).

Ahora bien, como lo muestra claramente la riqueza de los datos y mi propio interés por las relaciones centro-periferia del poder político con la mitología, no basta incorporar el estilo específico de la vida mexica en un plan cósmico-mágico general. La importancia de Huitzilopochtli refleja de manera clara y excepcional la historia local, la inferioridad y el encumbramiento de los mexicas. Asimismo, debe tomarse en cuenta la “identidad dual” de los mexicas, que implicaba el considerarlos como la equivalencia contemporánea tanto de lo civilizado como de lo primitivo. En cierto sentido, los templos gemelos no sólo son un reflejo de las montañas cósmicas gemelas y del simbolismo asociado a ellas sino también del ascenso histórico de Huitzilopochtli y su pueblo por la pirámide social y simbólica de Anáhuac hasta la encumbrada posición que alcanzaron.

Irónicamente, ese ascenso sociohistórico se encuentra simbolizado en el mito del nacimiento de Huitzilopochtli, según el cual, los dioses que avanzan de la periferia hacia Coatépec e intentan escalar la montaña son aniquilados por el dios en el centro del universo. En la realidad histórica, los aztecas fueron quienes llegaron del interior a la Cuenca de México y ascendieron por la escala social y las pirámides sagradas para reinar de la misma manera que Huitzilopochtli reinaba en el mito.

La práctica de integrar las imágenes del gran pasado cultural, otra especie de periferia, se refleja también en el descubrimiento de un Chac Mool ricamente pintado frente a una de las primeras construcciones del Templo Mayor. Y, gracias a la excavación de la escalera, bajo la cual se descubrió un Chac Mool “chueco”, más pequeño y más antiguo, sabemos que la preocupación por incorporar el dios al templo fue una práctica tradicional. Esa figura recostada sobre las espaldas, que fue quizás el mensajero de los dioses de la fertilidad, sostiene sobre el vientre un cuenco que se usaba para depositar los corazones de las víctimas sacrificadas. Pero, definitivamente, los Chac Mool son figuras toltecas, no aztecas, que habían sido encontradas en centros ceremoniales de importancia de ciudades toltecas. Así, la sorprendente aparición de la estatua en el Templo Mayor nos habla una vez más de la inseguridad de los aztecas y de su inquietud por incluir el pasado culturalmente superior en su poderoso presente.

Como sucede en todas las transiciones radicales en el ámbito académico, algunas cosas cambian y otras perduran. El cambio de paradigmas no se lleva el conocimiento adquirido como las olas barren las playas. Algunos especialistas argumentan que las excavaciones del Templo Mayor han confirmado parte de nuestro conocimiento y planteado nuevas interrogantes e interpretaciones en otras esferas; pero, en mi opinión, aunque confirmen cuanto sabían los historiadores y arqueólogos, los nuevos datos ampliaron y profundizaron esas interpretaciones de una manera no prevista y enriquecieron en una gran medida nuestra valoración y entendimiento de cómo un solo recinto ceremonial fue el centro ejemplar y la periferia ejemplar simultáneamente.

 

David Carrasco. Profesor de historia de las religiones. Director del Archivo Mesoamericano Raphael y Flechter Lee Moses, Universidad de Princeton.

Carrasco, David, “Centro y periferia en el Templo Mayor. El orden simbólico”, Arqueología Mexicana, núm. 31, pp. 42-51.

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