Eslabones entre dos mundos. Los códices históricos coloniales

Leonardo Manrique Castañeda

Algunos códices coloniales –como el Telleriano-Remensis y el de Huichapan– son un puente entre los anales indígenas, que representaban un mundo que desaparecía, y los del nuevo régimen que se imponía.

 

 Es un lugar común decir que la conquista y la colonización españolas destruyeron un mundo, el mundo aborigen americano, pero es igualmente otro lugar común el afirmar que ha habido 500 años de resistencia de las culturas nativas de este continente. Así dichas, ambas expresiones son contradictorias y, sin embargo, las dos se complementan si se las matiza. Resulta insuficiente el espacio de un breve artículo para hacerlo adecuadamente, pero podemos señalar algunos puntos.

En primer lugar, es claro que la intromisión europea, generalmente violenta, desplazó en cada región al estrato gobernante-sacerdotal, dueño de las artes y del conocimiento más refinados, que mantenía el orden social y el aparato ideológico en que se apoyaban la estructura y el funcionamiento de las sociedades nativas. Carente de este sustento y ausentes quienes lo dirigían, el mundo indígena americano se derrumbó para ser sustituido por otro.

No obstante, el pueblo llano siguió existiendo –si bien las grandes epidemias, sumadas a la explotación brutal, lo mermaron más adelante– y con él sobrevivió lo que los antropólogos llaman “la pequeña tradición”, que es la interpretación popular de “la gran tradición” (los conceptos religiosos e ideas socio-políticas generados por la élite), así como la suma de conocimientos prácticos y lazos sociales cotidianos. Afortunadamente no sólo eso subsistió, pues no murieron de golpe y porrazo todos los miembros del grupo dominante; muchos de ellos incluso encontraron un lugar en el nuevo orden social: los españoles procuraron conservar a la nobleza nativa de cada lugar como cabeza de su gente y como intermediarios entre el pueblo y el nuevo poder.

Muchos misioneros y aun autoridades civiles percibieron la grandeza del mundo que estaban destruyendo, así que a menudo recogieron de los restos de la élite dominante lo que todavía conservaban en la memoria. Es verdad que muchas veces (sobre todo los misioneros cristianos) quisieron informarse de lo antiguo para evitar que subsistiera oculto bajo las nuevas creencias y organización social y política, pero de todos modos fue mucho lo que se conservó. Y –claro está– ciertos miembros del grupo dominante nativo se rebelaron en ocasiones contra el poder extranjero, y no faltó entre el pueblo quienes los siguieran o que por su parte en cabezaran la resistencia, a veces en movimientos revivalistas. El caso es que una parte considerable del mundo antiguo sobrevivió y ahora es elemento constitutivo de la cultura mestiza mexicana.

 

Historia lineal e historia cíclica

El mundo prehispánico tenía anales que interesaron a los europeos porque, al suponerlos iguales a los suyos, podrían informarles del pasado de los pueblos a los que habían dominado, y esto permitiría orientar las divisiones territoriales así como ciertas prácticas de la nueva administración. Por su parte, algunos nobles indios procuraron insertar su antigua historia en la de los conquistadores (que era la judeo-cristiana de Europa), ya fuera para reivindicar derechos o simplemente para dar a sus pueblos un lugar –un buen lugar– en el mundo y el régimen que les habían sido impuestos. Había, sin embargo, una diferencia que no se percibe a primera vista: el tiempo y los acontecimientos que en él se dan se concebían de manera fundamentalmente distinta en ambos mundos.

Para el pensamiento español, el tiempo era como una línea. Comenzó con el inicio de la creación divina, y desde entonces todo sucedió sin repetirse (incluso los siete días de la creación). El nacimiento de Cristo marcó más fuertemente el “antes” y el “después”, y el tiempo seguirá hasta la consumación de los siglos con la segunda venida de Cristo y el juicio final. No hay retorno; nada se repite en la historia en este tiempo lineal.

Por otro lado, el tiempo de los indios es cíclico. En cada ciclo vuelve a suceder lo mismo que pasó en los anteriores, y volverá a repetirse en los que vendrán. Es verdad que hay ciclos más cortos y otros más largos: de 13 días, de 20 días, de cuatro en cuatro años, de 52 años, etc., de manera que lo que se repite no es exactamente igual, porque los ciclos se empalman y sobreponen, pero dado un lapso suficientemente largo como para empatarlos, los acontecimientos volverán a suceder sin discrepancia alguna.

Los anales europeos, congruentes con su idea del tiempo, refieren los sucesos en el marco cómodo de los años, pero acostumbran señalar el mes y el día en que se dieron esos sucesos porque no volverán a acontecer. Los anales nativos mexicanos, en cambio, tienden más bien a señalar un suceso simplemente dentro de un año, puesto que el día preciso en que se dio está implícito en los ciclos que corresponden a ese año.

Algunos códices coloniales muestran la contrastante continuación de los anales indígenas como anales de los primeros tiempos del nuevo régimen. De dos de ellos, ejemplares insignes del caso, nos ocuparemos en los párrafos que siguen. Se trata del Códice Telleriano-Remensis, de origen nahua de la Cuenca de México, y del Códice de Huichapan, otomí, el único que se conoce glosado en esta lengua.

En ambos hay otros materiales además de los anales, pero éstos ocupan la mayor parte de cada uno de ellos: algo más de la mitad en el Telleriano, y poco más de cuatro quintas partes en el de Huichapan. Coinciden asimismo en destinar otro espacio al año solar, aunque lo hacen de distinta manera. Pero en otros aspectos, por supuesto, difieren.

 

Manrique Castañeda, Leonardo, "Eslabones entre dos mundos. Los códices históricos coloniales", Arqueología Mexicana, num. 38, pp. 24-31.

 

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