La caída de Teotihuacan a inicios del siglo VI d.C. generó un escenario de inestabilidad política y económica que modificó el modo en que se ejercía el poder en Mesoamérica, redimensionando el papel de los objetos suntuarios. El proceso favoreció la conformación de estructuras políticas integradas por un cuerpo de gobierno que regía te la imagen de la mítica Tollan, esto es, la rica ciudad que presidía a la humanidad entera, cuyo gobernante, Quetzalcóatl, era también el inventor de la orfebrería, la lapidaria y la plumería. Puesto que los objetos suntuarios estaban elaborados con oro y otros materiales extraídos en lugares distintos al sitio de consumo, el nuevo fenómeno implicó conexiones económicas suprarregionales, en las cuales sus materias primas adquirían un valor económico y un sentido de exotismo.
El oro era usado principalmente en objetos suntuarios propios del ámbito señorial. Mientras que las piezas de oro de las tumbas 7 de Monte Albán y 1 y 2 de Zaachila reflejaban la dignidad de gobernantes mixtecos difuntos, una imagen del Códice Ixtlilxóchitl asocia el uso de un bezote de oro al monarca de Texcoco Nezahualcóyotl (fig. 5). Entre los mexicas, el único facultado para portar tocados de piedra verde y oro era el huey tlatoani. El gobernante tenía a su cargo también la entrega de bezotes, orejeras, narigueras y cintas de oro para la cabeza que premiaban a los soldados sobresalientes por su valentía en el campo de batalla, mostrándolos como ejemplos a seguir entre sus vasallos y aliados. Fuera de ellos estaba estrictamente prohibido el empleo de artículos suntuarios. Quizá la utilización de algunos artefactos por gobernantes tuvo también un trasfondo bélico, dado que, en el caso de los soberanos mexicas, era requisito haber triunfado en un combate para ser investido. La guerra era el medio para someter otros pueblos y conformar imperios multiétnicos a imagen de Tollan. Además de símbolo de estatus, ostentar objetos de materiales preciosos conllevaba el prestigio de replicar en la tierra la obra de Quetzalcóatl.
Detrás de las piezas de y con oro había, al menos entre mayas y mexicas, una red de explotación e intercambio de materias primas, en la cual intervenían comunidades de diversas adscripciones étnicas. Los mayas comerciaron, en condiciones de relativa igualdad, con pueblos del istmo de Panamá y Mesoamérica para adquirir piezas suntuarias y oro en bruto desde el año 550. Los mexicas, por el contrario, adquirieron oro nativo y artefactos de y con oro mediante la conquista e imposición de tributos a poblaciones de los actuales Guerrero y Chiapas. Al mismo tiempo se valieron de los pochtécah o mercaderes de largas distancias, quienes, protegidos por el aparato militar de la Triple Alianza, compraban el mineral en plazas de comercio próximas a zonas de extracción. De igual manera, el jade –la piedra verde por excelencia– y las plumas preciosas eran llevadas a la Cuenca de México desde el sur de Mesoamérica. El elevado valor económico de dichas materias primas estaba determinado por el costo y los riesgos del traslado y por tratarse de sustancias exóticas en México-Tenochtitlan. Juntas daban lugar a objetos costosos pero coloridos y brillantes. Resulta significativo que Quetzalcóatl y los toltecas sean descritos como los señores del color y la luz.
Torres Montúfar, Óscar Moisés, “Cualidades, valor e importancia de un metal precioso”, Arqueología Mexicana núm. 144, pp. 14-18.
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