Flores fragantes y bestias fétidas. El olfato entre los mayas del Clásico

Stephen Houston, Sarah Newman

Los olores –los buenos y los malos– fueron una constante de la vida en los calurosos entornos de la antigua América central. ¿Cómo pueden tener acceso los arqueólogos a los olores intensos pero efímeros del pasado? Este artículo recurre a las representaciones artísticas del periodo Clásico y a las descripciones lingüísticas del periodo colonial, para reconstruir los olores placenteros y desagradables que saturaron el antiguo mundo maya.

 

En todas partes, los humanos viven con olores: al inhalar y exhalar reconocen el mundo mediante las fosas nasales que enseguida transmiten señales al cerebro. Sin embargo, el olfato también es el sentido más difícil de describir. Las analogías ayudan a sugerir que algo puede ser humoso, frutal o dulce, y una variedad de emociones, desde la repugnancia hasta el deleite y la embriaguez, se emplean para describir los efectos de los estímulos sobre la nariz.

Quien haya visitado las tierras bajas tropicales de Mesoamérica entiende el impacto olfatorio de ese entorno. Placenteros o desagradables, los olores de la flora y la fauna orgánicas pueden ser casi abrumadores. Frutos maduros y podridos bombardean la nariz, pero hay también plantas florecientes, bestias que defecan, desperdicios que se descomponen lentamente bajo el sol, junto a copiosos diluvios durante la temporada de lluvias y su moho consiguiente. En las selvas densas y calurosas del mundo maya, estos olores pueden viajar lejos, invadir las fosas nasales mucho antes de que los ojos logren encontrar su fuente. La antropóloga Constance Classen plantea la posibilidad, a causa de la vegetación que limita la visibilidad, de que los pueblos tropicales dan incluso prioridad al olfato sobre el resto de los sentidos. Es quizá por eso que en el yucateco colonial, la lengua de buena parte de la península de Yucatán, “ir a buscar una comunidad” era boboc ni u cah, “olerla como un perro”. El olor de los asentamientos se hacía notar mucho antes que las casas, plazas y basureros estuvieran a la vista.

 

 

Flores fragantes

La imaginería maya ofrece abundantes representaciones de esos olores, tanto aromáticos como acres. Mediante combinaciones de rasgos culturales y convenciones artísticas, los mayas no sólo pintaban las fuentes de los olores, sino verdaderas experiencias olfatorias. Signos visuales de olor y emanación marcaban la presencia y naturaleza de los estímulos olfatorios, en una especie de “sinestesia” que recurría a signos visuales para señalar una experiencia no visual: los incensarios, las flores y los guisos “respiraban”. Los aromas emergían como simétricos pares de elementos que se curvan hacia fuera, en algunas ocasiones tomando la forma de vírgulas de la palabra y en otras la del símbolo ik’, viento. Esto indica la naturaleza expansiva, abarcadora del olor.

Tales fragancias, como etéreas espirales de humo, olor o vapor, “alimentaban” a los ancestros, a las deidades y a los muertos. En un ejemplo más directo proveniente de una vasija policroma del Clásico maya, un personaje con rasgos de colibrí, cuyo pico traspasa una flor, se posa cerca de canastas llenas de atados o guirnaldas de capullos. Las flores le son ofrecidas por su anfitrión, un joven señor en su trono, de forma muy parecida a los tamales u otros alimentos que se presentan a los huéspedes humanos (fig. 1). Es de suponer que el colibrí pronto comerá esos bocadillos. A algunos alimentos se les atribuyen también cualidades florales y se subrayan sus efectos embriagantes en múltiples sentidos, como la miel que se fermenta dulcemente y que se ve en jarras rodeadas por abejas (fig. 2d).

En el mundo maya, los aromas de las flores y el incienso coexistieron con el olor del almizcle de los animales y con los desagradables olores de la basura. En dos vasos policromos del Clásico se ve cómo los nobles mayas sostenían flores, quizá pericones (Targetes sp.), delante de las narices (figs. 3, 4). Nativas de Centroamérica, ciertas especies de pericón son conocidas no sólo por su olor intenso sino por su capacidad para alejar a los insectos, incluso a los mosquitos. El pequeño ramillete y el gesto con el que se le sostiene recuerdan a una especie de ramillete conocida como nosegay, que se volvió especialmente popular en Londres durante la peste negra de mediados del siglo xvii. Esos ramilletes se portaban siempre que alguien se aventuraba a salir de casa. Se pensaba que su fragancia protegía de los hedores de la muerte, que eran vistos como los culpables de la enfermedad. Al alcance de la mano, con esos ramilletes se accedía con facilidad a poderosos aromas agradables, que superaban los muchos otros olores de la vida citadina europea. Había también el olor de los cuerpos humanos. No es difícil imaginar que la proximidad, en el calor y humedad de los trópicos, requería de un olor más placentero para sobreponerse a los otros olores. Algunos de esos ramilletes tal vez habrían sido medicinales. Aun más, las escenas que muestran a miembros de la elite aspirando esos ramilletes pueden considerarse representaciones de “la buena vida”. Muestran con elocuencia la perfumada y suntuosa existencia de las elites en la antigua sociedad maya.

 

Bestias fétidas

Los olores animales –intensos, penetrantes, invasivos– estaban igualmente presentes entre los antiguos mayas. Un ejemplo es el pecarí, un mamífero relativamente común en las selvas de Guatemala, Belice y México. Con frecuencia se les huele antes de ser vistos. Son muy ruidosos: agresivos, se mueven en grupos y hacen castañetear sus dientes cuando avanzan a paso veloz. Sobre todo, desprenden un olor intenso que llega en oleadas, potente, penetrando en la nariz.

Los cuatro soportes de una vasija en el Museo de Bellas Artes de Dallas muestran cabezas de pecarí (fig. 5). Sus hocicos se hunden en el  “suelo” –la superficie sobre la que se asienta la cerámica– quizás en ingeniosa alusión al modo en que los pecaríes (y otros cerdos) hurgan con sus narices entre los desechos y las hojas de la selva. Esos soportes eran relativamente comunes en el Clásico Temprano (250-550 d.C.), de modo que la idea era ampliamente entendida. En la frente de los pecaríes de Dallas se halla una línea sinuosa que los epigrafistas llaman “rizo de kaban”, en referencia al signo del día kaban en la escritura maya. En este caso, el rizo de kaban evoca un olor terreno, glandular, perturbador, el almizcle del pecarí o de otro mamífero. Como glifo, el signo se lee seguramente kab, “tierra”, como se demuestra por sustitución directa con las sílabas en los textos de Palenque y otros lugares. Sin embargo, en la imaginería el rizo de kaban denota un olor intenso o del almizcle, del pecarí, así como de otros mamíferos malolientes, entre ellos el venado.

En el mundo maya se han encontrado dos tipos de venado. El venado cola blanca (Odocoileus virginianus) es notable por su olor glandular. El olor es lo bastante intenso como para ser detectado a cierta distancia por el débil olfato humano. La presencia de rizos de kaban en la cara y las orejas del venado se refieren probablemente a este almizcle (figs. 6, 7). Diversas orejas de venado contienen un elemento en forma de cruz, más bien como dos bastones, una peculiaridad que se ha encontrado en cierta cantidad de imágenes. Éstas no tienen una explicación directa, pero deben tener alguna relación, opuesta o complementaria, con los rizos de kaban.

Un segundo rasgo es la relación del rizo de kaban con uno de los Héroes Gemelos de la mitología maya, 1 Ajaw. El gemelo moteado, con grandes círculos oscuros en su cuerpo y mejillas, es el cazador paradigmático, incluso, una posible etimología de su nombre en maya quiché es “1, el de la cerbatana”. En raros casos, el Gemelo moteado aparece con orejas y astas de venado (fig. 7a). Otras escenas lo muestran como un guerrero, con un tocado de venado señalado también por un rizo de kaban. De manera notable, ese mismo rizo no sólo se representa en su cara, sino flotando delante de su nariz (fig. 7b). Aun sin el tocado, el Gemelo puede mostrar esas marcas, indicando claramente que se trata de una variante de 1 Ajaw; su compañero en este caso es la versión clásica de Xbalanqué, su esperado Gemelo (fig. 7c). El rizo frente a la cara semeja las emanaciones de flores y humo antes descritas, junto con la naturaleza etérea de un olor que será exhalado u olfateado.

¿Qué puede interpretarse del rizo y 1 Ajaw? En buena parte de Norteamérica, la cacería de venado implica varios tipos de pertrechos. Para los habitantes de las ciudades, la práctica más singular es la compra y el uso a discreción de ya sea de inhibidores del olor humano –para la mayoría de los  animales, el olor humano es demasiado penetrante y probablemente causaría alarma– o de esencias atrayentes, las cuales concentran o imitan el olor de la hembra del venado con el fin de atraer al macho. El gemelo moteado, 1 Ajaw, podría identificarse con su presa en formas no del todo comprendidas, que incluirían quizás exudar o percibir el olor de su caza; este olor es el del almizcle, vinculado al intenso olor glandular. Los cazadores mayas del Clásico aparecen con oscuras manchas de pintura corporal sobre la piel, como 1 Ajaw, y probablemente les habría servido como camuflaje en los claroscuros de los bosques de la selva (fig. 8). Uno se pregunta, no obstante, si la preparación y utilización de aromas eran parte de la tradición de los cazadores.

Traducción: José Luis Alonso

 

Stephen Houston. Imparte la cátedra Dupee en Ciencias Sociales en la Universidad de Brown. Autor de 21 libros, es doctor por la Universidad de Yale y ha sido galardonado con la Gran Cruz de la Orden del Quetzal, la máxima condecoración de Guatemala, y con el Premio MacArthur.

Sarah Newman. Doctora por la Universidad de Brown, es profesora visitante en antropología en la Universidad de Wesleyan. Becaria de la Fulbright en Guatemala y coautora con Houston, entre otros, del libro Temple of the Night Sun, sobre exploraciones en una tumba real de El Zotz, Guatemala.

 

Houston, Stephen, Sarah Newman, “Flores fragantes y bestias fétidas. El olfato entre los mayas del Clásico”, Arqueología Mexicana núm. 135, pp. 36-43.

 

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