Huehuetéotl-Xiuhtecuhtli, Dios del Fuego

Eduardo Matos Moctezuma

Si bien su figura y algunos atributos variaron con el paso del tiempo, el dios viejo, señor del fuego y del año, Huehuetéotl-Xiuhtecuhtli, estuvo siempre presente en el Centro de México desde tiempos muy remotos hasta el Posclásico.

Varios siglos más tarde vemos al dios presente entre los mexicas. Aquí ha sufrido una transformación tanto en los atributos como en la figura misma. En efecto, el dios representa mayoritariamente su asociación con aspectos de la vida cotidiana, como lo señala Sahagún. Dice el franciscano:

Este dios del fuego llamado Xiuhtecuhtli tiene también otros dos nombres, el uno es Ixcozauhqui, que quiere decir “cariamarillo”; y el otro es Cuezaltzin, que quiere decir “llama de fuego”.

Huehuetéotl-Xiuhtecuhtli entre los mexica

También se llamaba Huehuetéotl, que quiere decir “El dios antiguo”; y todos lo tenían por padre considerando los efectos que hacía porque quema la llama, enciende y abraza y estos son efectos que causan temor.

Otros efectos tienen que causan amor y reverencia, como es que calienta a los que tienen frío y guisa las viandas para comer, asando y cociendo y tostando y friendo (Sahagún, 1956).

Como se puede observar, ya no hay una asociación tan directa con los ríos de lava que destruyen, debido quizá a que ya no hubo erupciones tan violentas como las del Xitle sino fumarolas como las del Popocatépetl, de ahí su nombre (el nombre Xitle es un derivado de “ombligo” en náhuatl, lo que no deja de ser significativo). Veamos ahora algunas particularidades asociadas al dios.

Lugar que ocupa Huehuetéotl-Xiuhtecuhtli en el universo. El dios tenía dedicado un templo denominado Tzonmolco, en el que refiere Sahagún cómo se sacrificaban cuatro esclavos, “como imágenes de este dios”, a los que se adornaba con los colores asociados a los rumbos del universo: rojo, verde, amarillo y blanco. Este carácter de habitar en el centro del universo y en los tres niveles (cielo, Tierra e inframundo), queda patente en este canto nahua (Graulich, 1999):

Madre de los dioses,

padre de los dioses

acostado sobre el ombligo

de la tierra, dentro de la

pirámide de turquesa, agazapado

en las nubes y en el agua azul

como el pájaro de turquesa,

viejo dios,

Mictlan brumoso

Xiuhtecuhtli.

Por otra parte, corresponde al dios viejo cargado de sabiduría guardar el equilibrio universal de los dioses que rigen los cuatro puntos que en su afán de predominio están en actitud beligerante con luchas alternadas. Este carácter central lo vemos, asimismo, en el Códice Fejérváry-Mayer, en donde el dios ocupa el centro de la estructura universal.

Festividades en honor del dios Viejo. Dos eran los meses dedicados al culto de este dios entre los mexicas: xócotl-huetzi e izcalli. El primero correspondía al décimo mes, equivalente a parte de agosto, en tanto que izcalli era el último mes del año y cubría parte de enero y febrero. También se celebraban determinados rituales cada 52 años con el encendido del Fuego Nuevo.

Xócotl-huetzi significa “el fruto cae”, y guarda relación con la fiesta mayor de los muertos. No deja de ser interesante que hacia el mes de agosto se realicen los preparativos para la recolección y muerte ritual de las plantas. Además, el fruto que cae era “prototipo de los difuntos gloriosos que volvían a la tierra… y que, convertidos en astros, se ocultaban en el horizonte o, convertidos en pájaros, venían a libar las flores” (Graulich, 1999). El ritual comprendía cortar un árbol grande y desgajarlo, con lo que daba la apariencia de estar seco. Se levantaba y adornaba, colocando una figura del dios en lo alto hecha de tzoalli. Se arrojaban esclavos al fuego y medio quemados se les sacaba de las llamas y se les extraía el corazón. Los jóvenes pugnaban por subir al tronco y apoderarse de la figura de arriba. A quien lo lograba se le rendían grandes honores. Fiesta similar relata Durán entre los tepanecas de Coyoacán. Según Soustelle, el dios del fuego entre los otomí era Otontecuhtli, cuyo rostro se rayaba:

Se puede, por lo tanto, concluir de todo esto, que el dios Otontecuhtli (cuyo nombre otomí ignoramos) no es sino Xócotl, Huehuetéotl y Xiuhtecuhtli, es decir, un dios del fuego (Soustelle, 1993).

En el mes de izcalli, que significa renovación, resucitación o vivificación, se elaboraba la imagen del dios y se le colocaba una máscara de turquesa para adornar la figura. Niños y jóvenes traían animales cazados como aves, serpientes, peces y otros, y los arrojaban al fuego para cocerlos. Se hacían tamales especiales que se repartían entre los muchachos. Una ceremonia importante era la de apretar las sienes de los niños y levantarlos para que crecieran; también se les perforaban las orejas. Se bebía pulque tanto por ancianos como por los niños, acabando en una borrachera general. En cuanto al sacrificio, se mataban cautivos y cada cuatro años se sacrificaban esclavos, como ya dijimos, que representaban al dios ataviados con los colores de los cuatro rumbos universales. Los detalles de estas festividades pueden leerse en Sahagún y en estudiosos como Graulich y Limón (2001).

En cuanto al encendido del Fuego Nuevo cada 52 años, vemos en la lámina correspondiente del Códice Borbónico cómo se encendía el fuego para repartirlo. El símbolo presente es, precisamente, el del quincunce, representativo del dios.

Relaciones y atributos de la deidad. Con lo antes mencionado tenemos una idea de los atributos del dios. Autores como López Austin (1987) ven relaciones con cinco aspectos: 1. Importancia del dios, lo que se traduce en la gran cantidad de nombres con los que se le asocia. 2. Relación con el número tres (además del cuatro), entre otras cosas, por habitar en los tres niveles del universo. 3. Poder de transformación, ya que el fuego es renacimiento al morir. 4. Asociación con el poder (tlatoani). 5. Ciclo del Mictlan y renacimiento en izcalli. Este aspecto de renovación o vivificación es importante, pues la presencia del dios en el calendario coincide con momentos relacionados con la muerte y la sequía. Recordemos también cómo Nanahuatzin se arroja al fogón divino en Teotihuacan para convertirse en Sol, en tanto que Quetzalcóatl se inmola en el fuego para resucitar como lucero del alba. El Fuego Nuevo también era portador de un nuevo ciclo de vida.

Un cambio evidente va a tener el dios en la ma­nera de representarlo escultóricamente. López Luján ha estudiado las características presentes en la figura de un anciano sentado con arrugas en la cara y dos dientes, con los brazos colocados sobre las rodillas y ataviado con un taparrabo. En la cabeza ya no está el brasero, sino dos protuberancias con restos de color ocre, que se identifican con los palos para sacar el fuego o con las dos cañas o flechas que lleva el dios en su tocado; tiene la boca pintada de rojo alrededor, y negro en la mitad inferior del rostro; lleva una diadema adornada de círculos concéntricos y otro elemento que pudiera ser un xiuhtótotl. Las orejeras están pintadas de azul y las orejas en tonos rojos. Resulta que esta escultura aparece en por lo menos 27 de las más de 100 ofrendas encontradas en el Templo Mayor de Tenochtitlan. En 22 de ellas aparece junto con Tláloc, lo cual lleva a mencionar a López Luján que “puede decirse que ambas presidían la donación” (López Luján, 1993).

Para ello se basa en el estudio de varias ofrendas, dos de ellas en especial: las ofrendas 16 y 16-A, encontradas en un edificio ubicado en la parte posterior del Templo Mayor. En ambas se detectaron cinco cuentas de piedra verde colocadas en las esquinas de la caja que las contenía y otra más en medio, simbolizando los cuatro rumbos universales y el centro. Pero resulta importante que, en la Ofrenda 16, se encontró la efigie de un dios, con las dos protuberancias sobre la cabeza, orientada hacia el poniente. López Luján concluye después de su estudio: “creo que existen suficientes pruebas para afirmar que las ofrendas 16 y 16-A fueron dedicadas a Xiuhtecuhtli-Huehuetéotl en su calidad del dios que moraba en el ombligo del cosmos…” (López Luján, 1993).

A esto hay que agregar que al Templo Mayor se le consideraba como el centro fundamental, el axis mundi por el que se ascendía a los niveles celestes o se bajaba al inframundo, y por su carácter de centro de él partían los cuatro rumbos del universo. De allí que fuera el lugar que debía de ocupar Huehuetéotl-Xiuhtecuhtli.

 

Eduardo Matos Moctezuma. Maestro en ciencias antropológicas, especializado en arqueología. Fue director del Museo del Templo Mayor, INAH. Miembro de El Colegio Nacional. Profesor emérito del INAH.

Tomado de Matos Moctezuma, Eduardo, “huehuetéotl-Xiuhtecuhtli en el centro de México”, Arqueología Mexicana, núm. 56, pp. 58-63.

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