Leticia González Arratia
Hasta mediados de siglo, el Norte de México era una zona poco investigada en comparación con la gran cantidad de trabajos que se desarrollaban desde siglos atrás en Mesoamérica. Por ello, la exploración de la cueva de la Candelaria, en una región habitada por grupos de cazadores-recolectores, fue de especial importancia. A ese esfuerzo pionero pronto se sumarían las investigaciones de otros sitios del norte, señaladamente Paquimé, para conformar así una tradición que aún tiene mucho que ofrecer a la arqueología mexicana.
El accidental hallazgo de la cueva de la Candelaria y su exploración por arqueólogos profesionales del Instituto Nacional de Antropología e Historia entre 1953 y 1954 dieron pie a que se obtuviera una gran cantidad y variedad de material arqueológico en un ámbito geográfico muy poco conocido arqueológicamente en esa época: el del desierto del Norte de México. Se trata de una cueva mortuoria situada al pie de la sierra de la Candelaria, en el valle de las Delicias, situado a su vez al suroeste del Estado de Coahuila, relativamente cerca de la Comarca Lagunera, importante zona agrícola e industrial.
La exploración de la cueva marca un momento muy importante en la historia de la arqueología mexicana, pues se trata del primer proyecto formal de investigación del Instituto Nacional de Antropología e Historia en el norte árido de México, en una área habitada en la época prehispánica por grupos cazadores-recolectores. El proyecto implicó la realización de varías temporadas de campo: la primera de ellas durante los últimos días de marzo y principios de abril de 1953, la segunda en septiembre de 1953 y la tercera en abrí 1de 1954.
Luis Aveleyra, uno de los investigadores que participaron en la exploración del sitio, señala claramente: “La cueva de la Candelaria nunca fue un sitio de habitación con acumulación estratigráfica de depósitos culturales, sino una simple grieta de grandes dimensiones, con abertura en forma de tiro vertical y configuración interior sumamente accidentada, utilizada por los antiguos laguneros como enorme depósito mortuorio" (“Sobre dos fechas de radiocarbono 14 para la cueva de la Candelaria, Coahuila”, Anales de Antropología, 1964, p. 126).
El típico bulto mortuorio consta de un esqueleto flexionado (en ocasiones, el hueso muestra restos de la piel del cuerpo), envuelto en una tela, cobija o manta elaborada en fibra de yuca o agave y amarrado con un nudo de tanto en tanto para que quede bien sujeto.
Al abrir los bultos, se encontró, según Martínez del Río, Aveleyra y Johnson, más o menos la siguiente disposición de los objetos: sobre la cabeza, en algunos casos, una “especie de turbante de cordelería”; pedazos de cuero (ocasionalmente) cubriendo la cara y, a veces, también el pecho del cadáver; sandalias de fibra de yuca o agave colocadas en los pies; collares de hueso, concha y semillas; y pectorales sujetados alrededor del cuello; asimismo, las llamadas “flores” elaboradas con fibra y posteriormente utilizadas como adornos de las orejas; cuchillos de pedernal alrededor del brazo; faldillas de cordeles cercanas a la región pélvica o sobre ella; bolsas de fibra, grandes y pequeñas, en su mayoría vacías, aunque en dos casos se encontraron objetos: en una de ellas, unas sandalias y, en otra, una bolsita interior que contenía raspadores, puntas de proyectil y lascas, así como una navaja fracturada. Sin una asociación específica con respecto al esqueleto, también se encontraron guardapúas, cordones y otros objetos.
Cada bulto, según Romano, estaba depositado sobre una somera base constituida por palos escarbadores, esteras de carrizo o petates de bejuquillo y tule. Otros objetos externos al bulto mortuorio pero asociados especialmente a éste eran los arcos y flechas, palos curvos, armazones de cunas y, en general, “objetos de madera que por su mayor tamaño era impracticable colocarlos dentro de los envoltorios”. Para separar un bulto de otro, se colocaron pencas de nopal y hojas de palma y lechuguilla.
Algunos objetos de madera del tipo arcos, átlatls, palos arrojadizos, flechas y dardos se encontraron rotos. Según Romano, ello se debió a la costumbre de “matar” dichos objetos al enterrarlos junto con el cadáver, costumbre muy practicada en Mesoamérica.
Leticia González Arratia. Arqueóloga. Investigadora del Centro INAH Coahuila.
González Arratia, Leticia, “La cueva de la Candelaria”, Arqueología Mexicana núm. 30, pp. 62-64.
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