Marialba Pastor
Si el sacrificio humano era el centro que le daba sentido a la vida y la muerte de las sociedades mesoamericanas, para los españoles los sacrificios -junto con prácticas como la sodomía y la antropofagia- negaban la esencia misma del cristianismo, además de considerar que después del sacrificio de Cristo en la cruz no sería necesario ni permitido ningún otro.
Aunque en todas las sociedades antiguas el sacrificio humano había sido una práctica frecuente, cuando los españoles llegaron al Nuevo Mundo este acto les horrorizó, de ahí que fuera uno de los asuntos más abordados en los relatos sobre la Conquista.
Para explicar la incapacidad de los españoles para comprender el sacrificio humano es necesario recordar que uno de los grandes cambios introducidos por el cristianismo fue, precisamente, la limitación de los sacrificios de animales a fiestas extraordinarias y la total prohibición de los sacrificios humanos. Cristo en la cruz fue la señal del último sacrificio humano para la redención de la humanidad entera. Para los cristianos, después de este sacrificio no sería necesario ni permitido ningún otro.
La lucha universal contra los paganos
En los siglos III y IV, cuando el cristianismo comenzó su proceso de expansión y consolidación, la principal distinción entre paganos y cristianos fue que los primeros realizaban sacrificios de animales y, esporádicamente, de humanos; en cambio, los segundos los reprobaban con énfasis.
Entre el siglo IV y el siglo de la conquista de América, los cristianos combatieron a todo tipo de paganos, infieles y herejes. Con ello acumularon variadas experiencias de lucha, así como amplios conocimientos sobre las costumbres de otros pueblos, en especial sobre sus prácticas religiosas. Todo esto lo dejaron plasmado en vastas obras que sirvieron para diseñar las estrategias de evangelización y conversión.
Algunos conquistadores, como el mismo Hernán Cortés, y sobre todo los primeros misioneros, conocían la historia del cristianismo y los textos de teología en los que se planteaba que los pueblos que no habían logrado superar los sacrificios sangrientos eran crueles e incivilizados, porque el Demonio todavía los tenía atrapados. En consecuencia, Dios agradecería y premiaría a aquellos cristianos que extirparan las idolatrías y sustituyeran los falsos sacrificios por el único verdadero: el sacrificio de Cristo.
Los religiosos españoles afirmaron que el mismo Demonio que había engañado a griegos y romanos había engañado a los indios, conminándolos a adorar a muchos dioses y objetos de la naturaleza y a hablarles a través de ellos. De acuerdo con el fraile franciscano Bernardino de Sahagún, el júpiter de Tenochtitlán era Huizilopochtli y los otros dioses mayores y menores se correspondían plenamente con el panteón romano.
Los métodos para lograr la eficaz expansión del cristianismo en América ocasionaron apasionadas disputas. Una de las más conocidas fue la que sostuvieron el teólogo y cronista de la corona Juan Ginés de Sepúlveda y el fraile dominico Bartolomé de las Casas. Para Ginés la práctica del sacrificio humano, que según sus informantes siempre iba acompañada de antropofagia, era una de las principales razones por las que la guerra contra los indios era justa. Actos de tal naturaleza eran para Ginés intolerables y para erradicarlos había que destruir las instituciones prehispánicas, cambiar su gobierno, prohibir su religión, borrar sus costumbres e imponer la paz. Según Ginés no se podía esperar nada de hombres que estaban entregados a todo género de vicios y liviandades y que, además, comían carne humana, pues esas maldades pertenecían a los más feroces y abominables crímenes; excedían toda la perversidad humana.
Las Casas planteaba lo inverso. Para él los sacrificios humanos también eran inaceptables y había que modificar las estructuras sociales que los propiciaban, sin embargo eran la señal más evidente de la intensa relación sostenida entre los indios y sus dioses. No era posible calificar como malvados a los hombres que los practicaban, pues el Demonio, al tenerlos sujetos y esclavizados, los había obligado a ello. Para Las Casas, los sacrificios humanos eran la prueba de la elevada capacidad religiosa de esta gente, más aún cuando los indios tenían el valor de ofrecer en sacrificio hasta a sus propios hijos. En esa intensa religiosidad de los indios Las Casas encontró la posibilidad de salvar muchas almas.
Sacrificio y sexualidad
Resulta significativo advertir la similitud entre las descripciones cristianas de los siglos III y IV sobre los ritos paganos y las de los cronistas españoles, doce siglos después, sobre los ritos prehispánicos. Esta similitud indica que los cristianos habían aprendido a ver el mundo a través de un mismo código moral en el cual los grandes vicios estaban clasificados conforme a un orden jerárquico preestablecido. En ambos casos, la primera causa para censurar las costumbres de esas comunidades eran los sacrificios humanos, los sacrificios cruentos y la antropofagia; la segunda, el adulterio y las perversiones sexuales. Por eso, en los textos de Ginés de Sepúlveda, Bernal Díaz del Castillo, Francisco López de Gómara y otros cronistas, al igual que en los de los primeros cristianos, del asombro generado por los sacrificios sangrientos y la antropofagia se pasa al escándalo producido por la sodomía, la promiscuidad, el adulterio y el incesto.
La reprobación de los sacrificios cruentos y de la antropofagia ritual se explica por la revolución que introdujo el cristianismo en el concepto mismo de sacrificio. A diferencia de la mayor parte de las religiones y en coincidencia con algunas sectas orientales, el Dios cristiano proscribió la muerte violenta y aseguró la muerte en paz para la salvación eterna. Este Dios no permitió el asesinato o el suicidio; la muerte ocurría por su exclusiva voluntad. Dios ya no era una fuerza natural externa que los hombres tenían que dominar, Él penetraba en los hombres y éstos eran concebidos a su imagen y semejanza para gozarlo y venerarlo. Así, los seres humanos participaban de la naturaleza divina y con ello aminoraban su miedo a la catástrofe. Pero, además, el propio Dios se hacía hombre en Cristo y sufría todas las desgracias hasta el último sacrificio. Jesús se ofrecía por la humanidad entera a su Eterno Padre. Para quienes quedaban en la Tierra, la imitación de la vida del Salvador, la veneración de su sacrificio y el intento de reproducirlo sería lo que le daría sentido a la vida y la muerte.
Por otra parte, el cristianismo había heredado de los judíos un código sexual estricto. En la Biblia, el Levítico mostraba las conductas sexuales que castigaba Yahvé: el adulterio, el incesto, la homosexualidad y los denominados “pecados contra natura”. Estas faltas se perdonaban con sacrificios expiatorios de animales ovinos y bovinos, y por lo visto eran tan frecuentes que siempre ardía el fuego sobre el altar de los sacrificios de Yahvé. El trabajo para ordenar la reproducción biológica implicó la limitación de las libertades sexuales hasta llegar al matrimonio monogámico, única relación aceptada por los judeocristianos para la procreación.
La censura de las costumbres sexuales de los pueblos prehispánicos se relacionó con la convicción cristiana de que aquello que se salía del código moral impuesto era impuro, es decir, estaba relacionado con la violencia y el caos. Cualquier impureza era un peligro para la cohesión y la seguridad de la comunidad. Los hijos ilegítimos eran hijos de la violencia. Los raptos, las violaciones, las desfloraciones, la sodomía, constituían una permanente ocasión de desorden, provocaban pleitos, querellas y batallas, amenazaban, en suma, la paz cristiana.
Marialba Pastor. Doctora en historia por la UNAM. Profesora-investigadora de esta misma institución. Especialista en historia colonial y teoría y métodos de la historia social. Próximamente aparecerá su libro Cuerpos sociales, cuerpos sacrificiales (FCE)
Pastor, Marialba, “La visión cristiana del sacrificio humano”, Arqueología Mexicana núm. 63, pp. 58-63.
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