La Yollotlicue. Vida, muerte y resurrección

Leonardo López Luján

a Davíd Carrasco, nuestro teáchcauh

El cuarteto

 La Coatlicue, la Yollotlicue, dos fragmentos escultóricos que se encuentran en el jardín del Museo Nacional de Antropología y otro más en la bodega del Museo del Templo Mayor formaban parte de uno de los conjuntos plásticos más espectaculares de la historia del arte universal. Pese a su muy contrastante estado actual de conservación, es claro que estas obras tenían originalmente un tamaño, una fisonomía y un estilo prácticamente idénticos, lo que nos revela que fueron creadas de manera simultánea y por las mismas manos en un taller de la isla de Tenochtitlan con el propósito de compartir un sitio de honor en la pirámide principal del imperio.

La imagen que se replicó al menos cuatro veces a partir de gigantescos bloques de andesita es la de una tan venerada como temida deidad cosmogónica. Su cuerpo humano con pliegues en el vientre y senos flácidos nos habla no sólo de su naturaleza femenil, sino también de sus maternales funciones generadoras y proveedoras. De su torso decapitado y sus muñecas amputadas surgen amenazadoras serpientes que la distinguen como una víctima, pero también como una victimaria. Sus piernas, igualmente cercenadas, se sustituyen con sendas garras de águila, indicando sus capacidades de vuelo. La diosa lleva por prendas un collar con un cráneo humano flanqueado por cuentas de manos y corazones, un par de muñequeras dobles, una falda que puede ser de serpientes o de corazones, dos ajorcas de cascabeles en los tobillos y seis mascarones telúricos sobre hombros, codos y garras. De la base de la espalda pende una doble citlalicue, divisa propia de las temibles diosas tzitzimime, la cual está compuesta por un cráneo, plumas de águila, tiras de cuero trenzadas y caracoles oliva. El mensaje iconográfico se completa con una fecha 12 caña en el dorso, que remite al cariz nigromántico del personaje, y con un Tlaltecuhtli masculino en la base, cuya advocación es reiterada por la fecha 1 conejo, conmemorativa de la creación de la tierra.

Yoliliztli/Vida

El Huei Teocalli o Templo Mayor de Tenochtitlan sumaba, a su riguroso plano arquitectónico marcado por las oposiciones binarias, un programa artístico de un profundo simbolismo religioso. Su base, tachonada por decenas de esculturas de ofidios de formas y tamaños diversos, recordaba a los fieles que esta pirámide era una réplica terrenal del Coatépetl (el “Monte de las Serpientes”), escenario mítico donde el solar Huitzilopochtli triunfó sobre sus hermanos: la selénica Coyolxauhqui y los estelares centzonhuitznáhuah. Las efigies pétreas de estos delegados de las fuerzas nocturnas yacían abajo, en la plataforma, orientadas hacia el ocaso y en obvia actitud de derrota. En franco contraste, la imagen del dios patrono de los mexicas se ubicaba en la cumbre del edificio, ocupando la capilla meridional, en una posición cenital de majestad y acompañada de la pequeña talla de su advocación Páinal. A escasos metros, en el interior de la capilla septentrional, se encontraba la imagen de Tláloc, numen de la tierra, las precipitaciones y la fertilidad resultante que fungía como la contraparte cósmica de Huitzilopochtli. Además de estas dos grandes figuras de culto labradas en piedras volcánicas, los documentos escritos y las pictografías del siglo XVI nos informan de otras menores, elaboradas con masa de amaranto o con madera, las cuales se guardaban en distintos compartimentos de las capillas y se sacaban en andas los días de procesión.

Igualmente en la cima del Templo Mayor, aunque afuera de las capillas, había ocho esculturas más. Dos de ellas fungían como bases sacrificiales, una meridional asociada a Huitzilopochtli (un sobrio téchcatl poliédrico) y una septentrional vinculada a Tláloc (un colorido chacmool). Las otras seis son descritas por el cronista mexica Hernando Alvarado Tezozómoc. Un primer grupo estaba integrado por dos portaestandartes en los que se insertaban las enseñas que anunciaban a los fieles la realización de las ceremonias. Este par, que flanqueaba la escalinata doble y figuraba jóvenes varones, recibía el nombre de petlacontzitzquique (los “sostenedores de las insignias divinas”). Un segundo grupo se conformaba de cuatro grandes tallas llamadas tzitzimime ilhuicatzitzquique (las “tzitzimimes sostenedoras del cielo”), horripilantes seres femeninos y nocturnos –a la vez de la tierra y del cielo– que habían devorado a la humanidad al fin del Sol Jaguar y que volverían a hacerlo al concluir el Sol de Movimiento. El dominico Diego Durán las describe como unos “bestiones” que, en tanto cuarteto, estaban “puestos de suerte que parecía que toda la cuadra estribaba en ellos”. En su Historia... aparecen curiosamente dibujadas como monstruos que mezclan atributos de tzitzimime mexicas (senos flácidos, hígado expuesto, garras agudas) y de demonios cristianos (ojos redondos, orejas puntiagudas, pelo hirsuto en el cuerpo).

 El conquistador Andrés de Tapia –quien ascendió al Templo Mayor con Hernán Cortés y una decena de hombres a los pocos días de haber llegado a Tenochtitlan en noviembre de 1519– recuerda haber mirado allá arriba unos “ídolos” de “piedra de  grano bruñida” de “casi tres varas de medir” (unos 2.5 m) y el “gordor de un buey”. Tenían, según apunta en su relación con memoria cuasi fotográfica, “unas culebras gordas ceñidas”, “collares cada diez o doce corazones de hombre” y un “rostro en el colodrillo, como cabeza de hombre sin carne”.

Imagen: La Yollotlicue (mna, inv. 10-1154, andesita, 214 x 159 x 112 cm) y la Coatlicue (mna, inv. 10-1153, andesita, 252 x 158 x 124 cm), integrantes de un mismo cuarteto escultórico. Museo Nacional de Antropología. Fotos: Archivo Digital de las Colecciones del MNA, INAH-Canon

 

Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Universidad de París Nanterre, director del Proyecto Templo Mayor INAH y miembro de El Colegio Nacional.

Esta publicación puede ser citada completa o en partes, siempre y cuando se consigne la fuente de la forma siguiente:

López Luján, Leonardo, “La Yollotlicue. Vida, muerte y resurrección”, Arqueología Mexicana, núm. 173, pp. 12-23.