Yollotlicue vuelve a la vida

Leonardo López Luján

Nezcaliliztli/Resurrección

Varios autores consignan lacónicamente que la Yollotlicue fue redescubierta en el ángulo noreste del complejo catedralicio. En esa zona, de acuerdo con la cuidadosa investigación de Gabriela Sánchez Reyes, se erigieron tres importantes edificios religiosos en el periodo virreinal: el Colegio Seminario (1697) y el Colegio de Infantes (1726) al norte, y el Sagrario Metropolitano (1768) al sur. Así quedó delimitado un espacio abierto que ha recibido los nombres sucesivos de Patio de los Canónigos, Plaza del Seminario y Plaza Manuel Gamio.

En 1862, al inicio de la intervención francesa, los dos colegios en cuestión fueron vendidos a particulares y consagrados a los más variados usos, según consta en documentos notariales, además de mapas, fotografías y publicidad de la época. En una prolongada lista llaman la atención los nombres de los hoteles “Seminario” y “Central”; las zapaterías “Excélsior”, “La Bota Bronceada” y “La Botita de Moda”; los cafés “del Ecuador” y “de las Escalerillas”; la pulquería “La Sonámbula”; el almacén y droguería “del Seminario”; el “Teatro América”; la cantina y billar “La Gran Sociedad”, y la “Imprenta Española”. Estas construcciones también alojaron en algún momento un cuartel, una vecindad, una fonda, una tienda de ultramarinos finos, una pastelería y el consulado de los Estados Unidos. Por su parte, el Patio de los Canónigos fue escenario privilegiado de los circos “Imperial Brasileño” y “de los hermanos Orrin”; un teatro y una carpa de títeres; un quiosco de madera para venta de libros y pájaros, y un sitio de taxis. Este concurrido espacio, en el trienio 1923-1925, se enriqueció con unos baños públicos subterráneos y con la fuente de fray Bartolomé de las Casas, obra del escultor José María Fernández Urbina.

Todo cambió en el año de 1933 cuando, haciendo suyo un viejo proyecto del historiador del arte Manuel Toussaint, el secretario de Hacienda Alberto J. Pani ordenó demoler el Colegio Seminario y el de Infantes para erigir allí un nuevo Museo de Arte Religioso, ideado bajo un diseño neobarroco del arquitecto Manuel Ituarte. Como era de esperarse, la liberación de esta amplia superficie, de unos 4 180 m cuadrados, aceleró los descubrimientos arqueológicos al pie del Templo Mayor. Esto sucedió entre el 13 de marzo y el 2 de junio de aquel año.

La hemerografía

Según informa El Nacional en sus ediciones del 17 y el 18 de marzo de 1933, al inicio de la demolición se pensaba trasladar la fuente de fray Bartolomé a la Plaza de El Volador. Sabemos, empero, que ese cuadrángulo sería pronto destinado al adusto edificio de la Suprema Corte de Justicia. Para el 2 de junio, el mismo diario notifica el cambio de planes: la fuente se llevaría a una plaza de la popular colonia de la Bolsa (Tepito), lo que tampoco sucedió. Seis días más tarde, El Nacional da a conocer los primeros hallazgos arqueológicos por debajo de los dos colegios, aunque desalentadores: “al nivelar algunos cimientos de los edificios que fueron demolidos solamente se pudo encontrar cerámica y algunos indicios de construcciones precortesianas”. Al final de ese mismo artículo, se recaba una declaración premonitoria del arqueólogo Alfonso Caso: “bajo esa amplia superficie, hay reliquias muy interesantes”.

Sin embargo, estando Caso más interesado en buscar la enigmática “Piedra Pintada” entre el Palacio Nacional y la Catedral, la Dirección de Monumentos Prehispánicos asignó al arquitecto Emilio Cuevas la tarea de investigar el terreno desocupado por el Seminario y el Colegio de Infantes. Éste realizó allí 18 excavaciones, entre pozos y trincheras, que distribuyó de manera equidistante. Dada la pronta aparición de la napa freática, Cuevas no pudo profundizar más allá de los 4.2 m. Aun así, logró liberar parte de la esquina suroeste de la plataforma correspondiente a la etapa VI del Templo Mayor, algunos pisos superpuestos del recinto sagrado, un par de losas con relieves, así como cuantiosos clavos arquitectónicos, estacas de cimentación, artefactos de obsidiana y huesos de animales originarios del Viejo Mundo. También recuperó abundante cerámica, el 87 % de la cual era del periodo virreinal, por lo que la turnó para su análisis a la Dirección de Monumentos Coloniales. El resto de los tepalcates fue estudiado por el arqueólogo Eduardo Noguera quien identificó principalmente loza alisada y los tipos Azteca III y IV. Por su parte, el antropólogo físico Javier Romero se dio a la tarea de examinar un osario colonial. En septiembre de aquel año y como consecuencia de la dimisión del secretario Pani, el proyecto del Museo de Arte Religioso fue suspendido, y el terreno quedó en calidad de lote baldío, delimitado por tablones de madera y ocupado por vegetación arbustiva. Esto puede constatarse, por ejemplo, en una toma cenital de 1936 realizada por la Compañía Mexicana de Aerofoto.

Para 1940 y por razones que desconocemos, se retomó la construcción del museo y, para echar sus cimientos, se excavó una gigantesca fosa. El historiador y periodista Rafael García Granados, en su columna “Nuestra ciudad” de Excélsior, correspondiente al 29 de julio, se adelantó con las primicias. El primer hallazgo, nos dice con júbilo, fue “un interesante pectoral, acerca del cual el sabio arqueólogo don Eduardo Noguera, disertará próximamente ante la Sociedad Mexicana de Antropología”. Gracias al artículo y la fotografía de la portada que Juan de Dios Bravo publicó en noviembre de ese año en la revista Divulgación Histórica, sabemos que a esta pieza de concha se le atribuyó desde un principio un origen huasteco. Por obvia curiosidad, Bravo se pregunta en su escrito si el pectoral habría sido traído desde tan lejos a la antigua Tenochtitlan por un prisionero que fue sacrificado a Huitzilopochtli o quizás por un sacerdote de aquellos lares que lo ofrendó en el Templo Mayor. No obstante, a decir de nuestro colega Adrián Velázquez, el labrado y la ausencia de calados en dicha pieza harían sospechar que se trata más bien de una imitación “huastecoide” elaborada en la Cuenca de México.

Imagen: Pectoral encontrado cerca del monolito de la Yollotlicue. Fue elaborado con un caracol marino de la especie Aliger gigas (mna, inv. 10-678, concha, 15.9 x 8.9 x 3.2 cm).

Foto: Archivo Digital de las Colecciones del MNA, INAH-CANON. La Yollotlicue en el contexto de su descubrimiento. En la fosa con Lorenzo Gamio. Foto: SINAFO, INAH.

 

Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Universidad de París Nanterre, director del Proyecto Templo Mayor INAH y miembro de El Colegio Nacional.

Esta publicación puede ser citada completa o en partes, siempre y cuando se consigne la fuente de la forma siguiente:

López Luján, Leonardo, “La Yollotlicue. Vida, muerte y resurrección”, Arqueología Mexicana, núm. 173, pp. 12-23.