Diana Magaloni Kerpel
Las antiguas ciudades mesoamericanas son un reflejo sintético y simbólico de principios ordenadores del pensamiento indígena desde tiempo inmemorial: los dioses construyeron el mundo en un orden que debe ser seguido e imitado por los seres humanos. De entre la gran variedad de historias de la creación en las distintas tradiciones indígenas, son dos mitos principalmente los que resultan pertinentes para comprender y leer simbólicamente las ciudades prehispánicas: la creación de la tierra como un ser vivo al principio del tiempo, y la erección del árbol cósmico, que separa los cielos de la tierra y permite que el Sol –y su recorrido por la superficie espacial– den inicio al tiempo.
La creación de la tierra
El Popol Vuh, libro sagrado del pueblo maya-quiché, describe que en el tiempo anterior a la creación existía solamente un “mar solitario contenido debajo de todo el cielo quieto” (Popol Vuh, 1986, pp. 71-73). Las dos regiones, celeste y acuática, estaban habitadas por fuerzas creadoras opuestas: enroscada bajo las aguas residía la “resplandeciente, preciosa, azul/verde Soberana Serpiente Emplumada”, o Gucumatz. Por encima de ésta, vivía el “Corazón del Cielo” o Huracán, quien estaba conformado por tres formas de relámpagos. Estos dos dioses luminosos al unir sus fuerzas hicieron emerger de las profundidades del océano la primera tierra, la cual tenía la forma de una gran montaña.
La versión nahua de este mito se encuentra en fuentes diversas compiladas y escritas durante el siglo XVI. El Códice Vaticanus A (3738) asienta que Tonacatecuhtli, “Señor de Nuestra Carne”, “sopló y separó el agua del cielo y de la tierra”. Otro relato nahua, consignado en una fuente temprana conocida como Histoyre du Méchique, describe la Primera Montaña creada por los dioses como un monstruoso lagarto flotando en las inmóviles aguas del océano. Este monstruo era concebido como poseedor de una naturaleza dual al ser macho y hembra a la vez, y por ello podía ser llamado Cipactli, “lagarto” (aspecto femenino), o Tlaltecuhtli, “señor de la tierra”. Este monstruo tenía articulaciones llenas de ojos y bocas con las cuales mordía como bestia salvaje (Histoyre du Méchique, 1965). Dos de los hijos de la pareja creadora, los dioses Quetzalcóatl, “serpiente emplumada”, y Tezcatlipoca, “espejo humeante”, se transformaron a sí mismos en dos grandes serpientes que asieron a la criatura por las extremidades y la estiraron hasta desgarrarla por la mitad, como se destaza a un animal en la caza. Una parte sirvió para formar el firmamento, aún sin luz de día; la otra, para hacer la tierra. Luego, los dioses hicieron con las partes del cuerpo de este fantástico animal-montaña, deidad de la tierra, todas las cosas de vida: su pelo se convirtió en árboles, flores y hierbas; su piel, en los prados; sus incontables ojos, en pozos de agua; sus bocas, en grandes ríos y profundas cuevas; y sus narices, en montañas. La narración describe que a la diosa tierra se le oía llorando por las noches porque sufría enormemente el dolor de sus heridas, rogando ser alimentada con corazones y sangre humanos, la única medicina que mitigaba su ansiedad. El desmembramiento de Cipactli-Tlaltecuhtli produce no sólo un orden en el universo, separando la tierra del cielo nocturno, sino que como primera víctima de la creación, la diosa exigirá que otras víctimas la alimenten, convirtiéndose en el símbolo de la renovación constante a través del sacrificio.
La escena de creación descrita anteriormente estuvo grabada en el arte, el paisaje ritual y el urbanismo de Mesoamérica mucho tiempo antes de que estos mitos fueran transcritos en el siglo XVI. Los monumentos del Preclásico Medio (1500-300 a.C.), atribuidos a la cultura olmeca y a las estelas creadas por el pueblo de Izapa en Chiapas durante el Preclásico Tardío (300 a.C.-200 d.C.), nos revelan que los hombres de este tiempo concibieron a la diosa de la tierra como un saurio fantástico flotando en el océano primordial. Como en los mitos de creación, el cuerpo de ese ser fantástico formó la tierra y el cielo nocturno, haciendo que la historia de los hombres transcurriera entre las fauces abiertas de ese gran saurio primordial.
Magaloni Kerpel, Diana, “El origen mítico de las ciudades”, Arqueología Mexicana núm. 107, pp. 29-33.
• Diana Magaloni Kerpel. Doctora en historia del arte por la Universidad de Yale. Directora del Museo Nacional de Antropología e investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.
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