Ascensión Hernández de León-Portilla
Los indigenismos que se describen en este artículo son sólo una muestra del torrente de palabras que las lenguas mesoamericanas han dado a otras lenguas del mundo. Detrás de cada una de ellas hay un concepto y detrás de cada concepto hay una realidad, a veces dada en la naturaleza, a veces creada por el hombre.
De todos es conocido y valorado el impacto que supuso el encuentro de los europeos con un nuevo continente a partir de un rosario de islas perdidas en la Mar Océana. Desde hace siglos se vienen estudiando las consecuencias que este encuentro tuvo para la vida de todos los hombres y para la evolución de la historia humana. Entre las muchas consecuencias se reconocen las aportaciones que las nuevas tierras –el Nuevo Orbe, las Indias, América– dieron al Viejo Mundo. Además del oro y la plata, que causaron una revolución en la economía, hubo tres aportaciones igualmente revolucionarias: un aluvión de plantas comestibles, otro de plantas medicinales que enriquecieron la farmacopea renacentista y la creación de una ciencia nueva acerca de la comprensión y el conocimiento del hombre: la antropología.
Justamente dentro de esta última aportación se inscribe el impacto que las lenguas de este continente causaron en las lenguas del Viejo: primero en el español y, poco a poco, en otras lenguas, como el francés, inglés, italiano, flamenco y alemán, principalmente, además de algunas lenguas orientales, como el tagalo. Éste es el tema del presente ensayo: describir y valorar la presencia de las palabras de lenguas mesoamericanas en otras lenguas, en especial de la lengua náhuatl o mexicana, la que corría como lengua franca en Mesoamérica en el siglo XVI.
Un torrente de nuevas palabras
Sabemos por el Diario de Cristóbal Colón cómo entró el primer americanismo en el castellano, la palabra canoa. Podemos imaginar el momento en el cual, desde la carabela Santa María, Colón y sus acompañantes divisaron una embarcación hecha de un solo tronco, y antes de bajarse y tocar tierra oyeron gritar ¡canoa!, palabra que quedó registrada en el Diccionario español-latino de Antonio de Nebrija en 1495.
Algo parecido pasaría cuando los castellanos llegaron a Veracruz y oyeron palabras nuevas del totonaco y del mexicano. La primera la registró Hernán Cortés en sus Cartas de Relación y se refiere a cacaguatal, plantación de cacao. Esta palabra fue la primera de un torrente que, a partir del siglo XVI, se fue metiendo en el español y que hoy podemos documentar en multitud de escritos. Porque la realidad que se imponía es que el español, al pasar a ser una lengua hablada en Mesoamérica, empezó a convivir con la multitud de lenguas que se hallaban en esta pequeña Babel, con personalidad definida dentro de la gran Babel americana. En realidad, el español se vio enriquecido por cientos de palabras indígenas, indigenismos, absolutamente necesarias para poder hacer suyo un espacio plurilingüe en el que existía una naturaleza nueva, rica en plantas y animales y poblada por naciones que habían desarrollado lenguas y culturas radicalmente diferentes a las conocidas.
De esta manera, el castellano, a medida que se convertía en español, se enriquecía con las palabras que designaban la naturaleza y la cultura de un mundo real nuevo, lo que se llama un referente. Para poner un ejemplo, los niños españoles que tomaban su papilla o poleada de harina de trigo, empezaron a tomar atole de masa de maíz, al tiempo que sus padres comían tortillas, tlaxcalli, elaboradas también con masa de maíz y preparadas en un comal. Con las tortillas empezaron a tomar aguacates, quelites, nopales, tomates y zapotes y un sinfín de productos que ofrecía la tierra mesoamericana.
Fue así como entró una ola tras otra de palabras que designaban la casa –xacal, tecpan–, la comida –chile, ejote–, la siembra –milpa y chinampa–, el vestido –huipil, cacle–, los animales domésticos –izcuintli, guajolote–, y hasta palabras del mundo de la técnica como malacate. La mayoría de estas palabras pasaron de la lengua mexicana a la lengua escrita y permanecen en el español de México. En el Diccionario del náhuatl en el español de México, coordinado por Carlos Montemayor en 2007, se contabilizan 1 160 palabras nahuas castellanizadas, lo que se llama nahuatlismos, sin contar toponimias ni las palabras de la sección de herbolaria. En el español peninsular, el número no es pequeño: en el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española) se contabilizan algo más de 500 según el cálculo de Esther Hernández en su artículo “Las entradas de origen nahua del Diccionario de la Academia” (1976).
Los nahuatlismos: su vida y su historia
Estos cientos de palabras de lenguas indígenas, en su mayoría del náhuatl, fueron encontrando su lugar en el español a lo largo del siglo XVI y quedaron registradas en la lengua escrita, en crónicas y relaciones, en creaciones literarias, en libros de medicina y de historia natural y en cuanto papel se generaba en la Nueva España, que eran miles. Un repertorio muy grande es el registrado por los cronistas: todos, desde Hernán Cortés hasta Francisco Javier Clavijero, utilizan un número enorme de préstamos. Palabras como acalli, canoa; ahuehuete, sabino; tlatoani, rey o emperador; calmécac, casa de estudio; chimalli, escudo; escaupil, chaleco de algodón; tequio, trabajo comunitario; tzompantli, muro de calaveras, son hoy nahuatlismos cultos presentes en los escritos de los cronistas. Cualquiera los encontrará en las obras de Motolinia, Gerónimo de Mendieta, Bernardino de Sahagún, Juan de Torquemada y José de Acosta. Con tales palabras, estos y otros autores dieron a conocer la estructura social y religiosa de los diversos pueblos que integraban el gran espacio mesoamericano. Y a su vez, estas palabras fueron incorporadas a las grandes síntesis históricas que se elaboraron en España, como las de Francisco López de Gómara, Antonio de Herrera y Antonio de Solís, traducidas pronto a varias lenguas europeas. Sin estas palabras, el relato de los historiadores de Indias no hubiera tenido la fuerza necesaria para penetrar en la naturaleza y la cultura de un mundo nuevo; porque en el étimo (raíz o vocablo de que procede otro) de cada palabra se guarda un concepto en el que se atrapa el referente del mundo real.
Otro tanto puede decirse de los nahuatlismos cultos con que los médicos del siglo XVI dieron a conocer las enfermedades y remedios existentes en el mundo mesoamericano. De entre todos ellos traigo a la memoria la figura del protomédico Francisco Hernández, enviado por Felipe II en 1570 a la Nueva España con la misión de describir la naturaleza de esta tierra. Hernández recorrió la región central de México ayudado de médicos e intérpretes –titici y nahuatlahtos– y recogió un material precioso en varias lenguas que luego vertió al latín en su Rerum Medicarum Novae Hispaniae Thesaurus seu Plantorum Animalium, Mineralium Mexicanorum (“Tesoro de las cosas médicas de la Nueva España, o de las plantas, animales y minerales de los mexicanos”, Roma, 1648). En su obra, Hernández ofrece además una incipiente clasificación botánica de las plantas con su nombre indígena, seguido a veces del nombre de la región latinizado: mechoacanense, oaxtepecense, ocoitucense. Su libro sirvió de fuente a los grandes naturalistas europeos del Barroco y de la Ilustración, y muchos de los nombres de las plantas que él dio a conocer pasaron a formar lemas de los diccionarios bilingües o multilingües que se elaboraron en Europa a partir del siglo XVI, como el de John Minsheu en once lenguas, Ductor in linguas. The Guide into Tongues (Londres, 1616), y el de John Stevens, A Spanish and English Dictionary (Londres, 1706), que son repositorios llenos de descripciones magníficas de plantas y productos mesoamericanos. Por vez primera un cúmulo de palabras nahuas tomaron carta de naturaleza en el lenguaje científico de varias lenguas europeas, y enriquecieron el conocimiento de la historia natural y de la farmacopea universal.
Ascensión Hernández de León-Portilla. Doctora en filosofía y letras por la Universidad Complutense. Desde 1975 es investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM y profesora de posgrado en la Facultad de Filosofía y Letras en la misma universidad. Desde 1986 pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. En 2007 fue nombrada miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.
Hernández de León-Portilla, Ascensión, “El impacto de las lenguas mesoamericanas en otras lenguas del mundo”, Arqueología Mexicana núm. 130, pp. 60-65.
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