María del Pilar Casado López, Aurora Montúfar López
En estas líneas sólo se abordan algunas de las representaciones de vegetación existentes en la imaginería rupestre de México, un elemento natural muy necesario para la vida de los grupos tanto de cazadores-recolectores como agrícolas. Las evidencias muestran que se trata de un tipo de figuras escaso, en la medida que lo ponemos en relación con el resto de los temas representados. Un análisis más profundo aportará datos que servirán de apoyo para la reconstrucción del medio ambiente existente en determinados momentos y regiones de estudio, para una mejor comprensión de la temática general del arte rupestre.
La relación entre el observador y las figuras en el arte rupestre pertenece tanto al orden de la aprehensión sensible inmediata –asumida a través de los sentidos y la percepción– como a la comprensión de una idea asociada al pensamiento y a la mentalidad de un grupo. La forma y el contenido constituyen una unidad natural, la de un fenómeno ligado al pensamiento, al proceso mental humano y en general al ser humano, en el que se incluyen creencias, simbolismos, necesidades, relación con el otro y el paisaje, proyección del devenir y pervivencia como individuo y grupo.
La forma en el arte rupestre –constituida por el color, líneas, planos, texturas, técnicas, modos de representación y otras características– es, sin duda, el primer contacto visual por el que se obtiene la información de lo que se ve o en general de lo que nos rodea; la forma, podemos decir a priori, que constituye en cierta medida la identidad de las figuras. Pero lo que se muestra en el arte rupestre no es sólo forma y signo de la realidad sino, en ciertos casos, las formas se refieren también a contenidos mentales diseñados por el hombre como traducción del pensamiento. La investigación ha puesto en valor, a través de la forma, una serie de interpretaciones que son respuestas a cada uno de los interrogantes que planteaba un panel o un sitio.
La técnica y el modo de aplicación de la figura se presenta bajo dos formas: el grabado y la pintura, aunadas a convencionalismos como la utilización de los accidentes naturales y el soporte, la distribución y la combinación de las figuras o la ordenación de planos que pueden llevarnos a identificar localismos interpretativos y de ejecución.
La iconografía rupestre de los cinco continentes –con independencia de los particularismos, fruto de la situación geográfica, temporalidad, génesis, pervivencia y uso de los sitios– muestra ciertas constantes en su tipología: la figura humana (masculina y femenina, huellas, manos, caras, vulvas); la figura animal, con la representación de variadas especies; el utillaje, reconocido en la industria lítica y en materiales arqueológicos; las formas geométricas y, en escasa proporción, las figuras vegetales y el paisaje. Esta temática se mantiene en el arte rupestre de México, el cual sigue la tónica general de otras regiones en el mundo. En este repertorio formal se advierten procesos humanos como el desarrollo de la tecnología, la solución a la subsistencia y supervivencia, la organización social, la representación mental de los eventos, la trasmisión a la descendencia o la apropiación del entorno natural construyendo el paisaje cultural (Casado, 2005, p. 25, y 2015a).
El hombre y el paisaje
La relación del hombre y el paisaje natural fue esencial; sin embargo, a pesar de esta significativa imbricación y la diversidad y riqueza de las formas en el arte rupestre, la escasez y falta de detalle en la representación del paisaje o de las especies vegetales rompe los cánones de esta imaginería. El paisaje natural existía antes de que el hombre arribara a un lugar; el ser humano, mediante la observación, la selección de los lugares y la aportación de su identidad, se apropia del entorno natural y construye el paisaje cultural. Los primeros grupos, especialmente de cazadores-recolectores, consideraban el paisaje como parte de su natural vivir y de su modo de existir en el espacio, razón probable por la que no fue necesario representarlo sino observarlo, apropiarlo e integrarlo a su existencia. El hombre deposita las figuras en lugares específicos y se apropia de las formas naturales, cuevas o concavidades, como la arquitectura natural que diseña y brinda la naturaleza (Bonor, 1989); o carga de simbolismo los elementos naturales y formas mayores de la orografía, haciendo al paisaje partícipe de su vida.
Conocida esta imbricación: hombre-entorno natural-construcción del paisaje cultural, el primer cuestionamiento que nos plantea la expresión gráfica de las plantas en la imaginaría rupestre es reconocer su exigua existencia. El hombre tenía la capacidad técnica y de expresión para elaborar figuras de gran realismo, ya sea la figura humana o la animal, aunque no la utiliza para las formas de paisajes y vegetales. El mundo vegetal, aun con esta escasa evidencia gráfica, tuvo importancia en la vida de los grupos y comunidades antiguas e históricas. Los grupos antiguos conocían las plantas y sus ciclos de desarrollo, floración y fructificación anuales, sabían que los cambios meteorológicos eran impredecibles, con la consecuente inseguridad en la disponibilidad y acopio para el sustento y la salud; asumían la necesidad de controlar el ambiente, de lograr las condiciones benignas del medio, de disminuir los riesgos, garantizando la apropiación de la fauna y flora para cubrir ciertas necesidades según la cosmovisión de cada grupo. Las plantas son seres vivos que cumplen funciones esenciales en la vida del hombre; es natural que éste aprendiera qué tipo de plantas cubrían los beneficios de alimentación. La recolección de plantas era complementaria de la caza, especialmente entre los grupos de cazadores-recolectores del norte, donde existían plantas, como el maguey, de un alto aporte energético. Entre los grupos agrícolas se produjo un cambio alimentario en el que se sustituyó la proteína animal por la vegetal y, por ende, hubo menor dependencia de la caza.
Las plantas medicinales eran empleadas como remedios naturales para males y afecciones, y de ellas se usaban las raíces, los frutos, las hojas o las flores. Había especialistas que conocían no sólo de las plantas sino también del arte de su aplicación, es decir, tenían el poder de identificar el mal y el poder de aliviarlo, a veces junto con una serie de elementos propios de la parafernalia ritual de la curación (Anzures, 1989, p. 103).
• Aurora Montúfar López. Profesora-investigadora del INAH, especialista en arqueobotánica.
• María del Pilar Casado López. Dra. en arqueología, con especialidad en prehistoria, por la Universidad de Zaragoza, España. Directora de Planeación, Evaluación y Coordinación de Proyectos de la Coordinación Nacional de Arqueología, INAH.
Montúfar López, Aurora, María del Pilar Casado López, “Representación de plantas en la imaginería del arte rupestre en México”, Arqueología Mexicana núm. 145, pp. 22-31.
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