Javier Urcid Serrano
Los zapotecas que emigraron a Teotihuacan hacia finales del siglo II d.C. rindieron culto a sus ancestros: los enterraron, según era costumbre en su tierra natal, acompañados por vasijas con efigies humanas que personificaban concepciones fundamentales en la antigua ideología mesoamericana.
Si de algo podemos estar seguros acerca de la historia antigua de Mesoamérica es que desde tiempos muy remotos -cuando aún no se domesticaban las plantas que permitirían a los antiguos habitantes establecer aldeas agrícolas- había una gran interacción, directa e indirecta, entre vastas regiones. Incluso algunos estudiosos suponen que fueron precisamente las relaciones macrorregionales entre habitantes de zonas ecológicamente diversas y complementarias las que permitieron el proceso de civilización.
Conforme se incrementó la complejidad que dio lugar a sociedades urbanas y sistemas políticos centralizados y coercitivos, la interacción regional seguramente tomó múltiples formas, entre ellas el comercio a larga distancia, la migración voluntaria o forzada, las conquistas militares, el matrimonio entre diversos sectores sociales, las comitivas diplomáticas, las alianzas entre líderes y las peregrinaciones masivas a centros de culto distantes.
Una colonia zapoteca en Teotihuacan
La información que demuestra, sin lugar a dudas, la existencia de enclaves de origen étnico y lingüístico externo en la gran urbe de Teotihuacan representa un aspecto fascinante del registro arqueológico de Mesoamérica. Uno de estos enclaves, situado en la periferia oeste de la ciudad, en un paraje ahora llamado Tlailotlacan, debió haberse originado en una o en varias comunidades de los valles de Oaxaca, y por lo tanto debió ser de filiación zapoteca. Aunque no se sabe qué tan grande fue el grupo que inicialmente en Teotihuacan, se cree que formó un barrio específico que abarcaba una docena de conjuntos habitacionales y que llegó a tener una población de 600 a 1 000 personas. En comparación con los grados de diferenciación social detectados en Teotihuacan o en Monte Albán, el nivel socioeconómico de nuevos habitantes debió ser modesto.
Aunque la de estos inmigrantes es evidente por el hallazgo de ciertos tipos de materiales, el motivo por el cual se establecieron ahí es un asunto en debate. Hay evidencia de que una vez asentados en Teotihuacan, al menos algunos de ellos se dedicaron a la manufactura de apaxtles, cuencos grandes de cerámica que se empotraban en pisos de las habitaciones y que para quemar materia orgánica y calentar los cuartos. Se han encontrado muchos apaxtles -hechos con barro local pero imitando la forma zapoteca-, como si se hubieran almacenado para su uso futuro, en una localidad entre el barrio zapoteca y lo que se supone fue el gran mercado de Tcotihuacan. Con evidencia directa, otros estudiosos creen que inmigrantes eran trabajadores que buscaban en la Cuenca de México y en otras partes del Altiplano Central oportunidades para la explotación y procesamiento de cal (Crespo y Mastache, 1981). Otros más piensan que tal vez eran especialistas en el cultivo de la grana cochinilla, que llegaron atraídos por la demanda de colorantes en la metrópoli (Sprager, 1979) o bien comerciantes (Millon, 1967). Según otros los que, auspiciados por las autoridades de Teotihuacan, vinieron a impartir sus conocimientos en la rama de la astronomía (Peeler y Winrer, 1993).
Independientemente de las causas, se sabe que a su llegada zapotecas se asentaron en un sector de la ciudad construido a la manera típica de Teotihuacan. Aunque vivían en conjuntos habitacionales estandarizados, tuvieron la libertad de conservar algunas de sus costumbres, especialmente la forma de enterrar a sus muertos. Los inmigrantes continuaron manteniendo contacto con su lugar de origen en Oaxaca, tal vez por unos 150 años después de su arribo, aunque, en gran medida, se asimilaron eventualmente a la vida teotihuacana.
Es precisamente la manera de tratar a los muertos lo que permite distinguir con tanta certeza el enclave zapoteca. Mientras que la forma más común de los teotihuacanos era enterrar a sus muertos de manera individual, en fosas excavadas bajo los cuartos y residenciales -amortajando el cadáver en posición sedente-, los del barrio zapoteca construyeron, como en su tierra de origen, fosas simples o tumbas de mampostería que después de varios usos terminaban albergando los restos de individuos, cuyos cuerpos eran amortajados en posición extendida. También era distintivo de los zapotecas colocar urnas de cerámica en las ofrendas funerarias.
Javier Urcid Serrano. Doctor en antropología por la Universidad de Yale. Profesor asociado en el Departamento de Antropología de la Universidad de Brandeis, Boston, Massachussets.
Urcid Serrano, Javier, “Las urnas del barrio zapoteca de Teotihuacan”, Arqueología Mexicana núm. 64, pp. 54-57.
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