En el pensamiento náhuatl y maya, como en el de muchos otros pueblos del mundo, el perro ha sido el guía de los espíritus de los muertos hacia el inframundo, lo que se conoce como psicopompo. Ha sido el compañero inseparable de los hombres no sólo en la vida, sino también en la enfermedad y en la muerte. Algo que aprovecharon los hombres prehispánicos es el calor excepcional de los xoloitzcuintlis, lo que se expresa en las figurillas de barro de Occidente que representan hombres enfermos o moribundos acostados en una cama con uno o dos perritos en sus piernas, tal vez protegiéndolos del frío de las reumas o de la muerte. Asimismo, por su gran sensibilidad y capacidades, se les ha adjudicado poderes que los seres humanos no tienen. Dice don Lauro Conde, nahua de Tepoztlán, Morelos: “Los perros ven muy bien de noche a las almas que salen de los cuerpos cuando éstos duermen, por eso aúllan”. Según estas creencias, si los perros pueden ver a las almas cuando el hombre duerme, también pueden verlas cuando se separan del cuerpo en la muerte. En realidad, los perros no ven muy bien, pero tienen un olfato mucho más desarrollado que los humanos –ahora se sabe que pueden detectar hasta el cáncer– y siempre están alertas cuidando a sus amos; es bien conocido el hecho de que los perros hacen guardia sobre la tumba de sus amos, olvidándose de comer, y a veces hasta mueren. Eso, y su relación simbólica con la oscuridad, explican por qué se consideró universalmente al perro como conductor del alma al reino de la muerte.
Los nahuas y los mayas pensaban que cuando el espíritu del muerto llegaba al gran río del inframundo, encontraba al de su perro y montaba sobre su lomo para atravesarlo y llegar al recinto del dios de la muerte; por ello, sacrificaban al perro del difunto y muchas veces lo enterraban con él. Es ilustrativa de este concepto una imagen del Códice Laud, p. 26, que muestra al espíritu del muerto llegando hasta Mictlantecuhtli, la deidad de la muerte, al lado del espíritu de su perro; éste es claramente un xoloitzcuintli, pues salvo un mechón de pelo sobre el lomo (que muchas veces tienen esos perros), es pelón. Ambos hacen una ofrenda de papel al dios. Los textos afirman que cuando llegaba ese momento, al final de un largo y peligroso camino, los espíritus morían definitivamente.
Cuando el cuerpo de un guerrero quedaba en el campo de batalla, se hacía un bulto mortuorio simbólico durante cuatro años después de la muerte, el cual llevaba colgada sobre el pecho la imagen de un perro, a manera de pectoral. Éste se llamaba xolocózcatl, lo cual revela que el perro acompañante era un xoloitzcuintli. Así lo vemos en la p. 72 del Códice Magliabecchiano.
Tomado de Mercedes De la Garza, “El carácter sagrado del xoloitzcuintli entre los nahuas y los mayas”, Arqueología Mexicana, núm. 125, pp. 58-63.
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