La diosa de los mantenimientos
Las representaciones del sexo femenino fueron probablemente las más abundantes; no debemos olvidar que este pueblo guerrero no dejaba de ser al mismo tiempo agricultor. Por ello conservamos, hasta nuestros días, centenares de esculturas de diverso tamaño en las que está presente de manera constante la ancestral diosa de los mantenimientos, especialmente en su advocación de Chicomecóatl, “Siete Serpiente”, patrona del maíz maduro, la cual se identifica esencialmente por el tocado cuadrado llamado amacalli. En estas imágenes femeninas advertimos el atuendo imperante en aquel entonces: enredos o faldas sujetos con fajas, huipiles y quechquémitl, los cuales muestran elegantes decoraciones que nos permiten evocar la riqueza y colorido de aquellas originales prendas que debieron ser lucidas en su momento por las damas elegantes de la sociedad mexica.
Obras maestras
Y ya que tocamos el tema de la escultura monumental, debemos referirnos necesariamente a las obras maestras que han llegado hasta nosotros y que en su momento dieron el carácter de poderío y debieron ser el orgullo de los habitantes de la capital de Huitzilopochtli. En primer término, los monumentos historiados: la Piedra de Tizoc, el Cuauhxicalli de Moctezuma Ilhuicamina y la Piedra del Sol; éstos inauguran una tradición artística de la que no tenemos referencia con anterioridad. En estas creaciones, los mexicas sintetizaron su concepto de dominio del universo: en un enorme cilindro relataron sus conquistas, o más bien, la conquista de su deidad primordial; ahí se especificaban los nombres de las regiones y localidades dominadas, representadas por sus toponímicos; estos lugares, avasallados por el ejército mexica, se esparcían por todo el mundo conocido, hasta donde –creían– llegaban los rayos del sol. De ahí que la representación del astro resplandeciente se ubicaba en la cara superior del monumento, que a su vez servía como una especie de pedestal sagrado donde se realizaba la llamada ceremonia del sacrificio gladiatorio.
Sin temor a exagerar, podríamos comparar estos temalacatl, labrados con gran primor, con las columnas romanas –como la de Trajano–, las cuales cumplían la misma función: relatar los diversos eventos de las guerras de conquista de aquel pueblo mediterráneo. De igual forma, los orgullosos mexicas mostraban a propios y extraños sus triunfos guerreros, que fueron aumentando conforme se sucedieron los diversos tlatoanis de México-Tenochtitlan.
Las fibras íntimas del indígena americano
Por otro lado, las deidades fundamentales a cuyo patrocinio se acogió este pueblo también fueron motivos para el gran arte escultórico. Existen ejemplos brillantes, como la gran Coatlicue, la Cabeza de Xiuahcóatl, la Coyolxauhqui y otros más. Observándolos detenidamente, nos damos cuenta del grado de perfección técnica que alcanzaron los talleres de escultores: nada quedó al azar; cada elemento simbólico está en su lugar, tallado y pulido con gran precisión; el mensaje de la piedra logra tocar, hasta nuestros días, las fibras más íntimas de nuestra ancestral personalidad indígena americana.
Otra de las grandes expresiones artísticas de aquella ciudad desaparecida debió ser la pintura mural, que decoraba especialmente los edificios públicos y las amplias residencias de la nobleza; aunque quedan muy pocos ejemplos, podemos advertir en esta manifestación plástica una fuerte ascendencia del antiguo oficio de los tlacuilos, los pintores de códices. En los tiempos tardíos, la pintura que cubría los muros debió de derivar de los diseños contenidos en los libros indígenas; ahí tenemos para muestra los murales del santuario de Tláloc, de la llamada Época II del Templo Mayor, de los que se han hecho habilidosas reproducciones en el Museo de Sitio; y así también, el curioso mural de la pareja creadora, descubierto recientemente en las exploraciones de Tlatelolco. [...]
El arte de los mexicas, así como el de otros pueblos de aquella época, han dado material suficiente para escribir importantes publicaciones en nuestros días. Es importante recordar que dichas manifestaciones plásticas fueron testimonios de la vida de una sociedad, su retrato, imágenes de un pueblo que con orgullo reconocía ser el depositario del poder en la región central de Mesoamérica, y así lo manifestaba. Es un arte viril, producto de los triunfos en la guerra, es un testimonio de fe por los favores recibidos de los dioses, así como un pacto entre el hombre y su divinidad para que la fuente de la vida no deje de brindar el calor, el agua, la fertilidad en los campos y en las familias.
En el arte de aquellos tiempos, que corresponde al esplendor de la ciudad mexica, estas expresiones plásticas en escultura y pintura –junto con las creaciones literarias y poéticas– reiteran que, mientras el mundo exista, no se olvidará nunca la gloria y la fama de México-Tenochtitlan.
Felipe Solís (1944-2009). Arqueólogo, maestro en antropología. Fue subdirector de Arqueología del Museo Nacional de Antropología.
Tomado de Felipe Solís, “Arte y política en México-Tenochtitlan”, Arqueología Mexicana, núm. 15, pp. 42-47.
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