Las más preciadas fueron las largas plumas del quetzal (Pharomachrus spp.), miembro de la familia Trogon. Entre los quetzales, el más escurridizo fue el quetzal resplandeciente (Pharomachrus mocinno mocinno): actualmente se cree que no hay más de 50 000 aves. El macho es mucho más vistoso que la hembra; su larga cola verde brilla al volar, si bien resulta muy estorbosa cuando una pareja se reúne en los nidos para aparearse. Los pueblos prehispánicos conocían bien estos nidos en el bosque de niebla, como ha hecho notar Cara Tremain; era indispensable, ya que no se reproducen en cautiverio. De allí deriva el mito de que muere al perder su libertad. Cazadores y mercaderes de plumas debían adentrarse en las laderas nebulosas donde viven los quetzales para atraparlos; se les apresaba con canastos o con cuerdas pegajosas, descritas ambas en documentos históricos. Una fuente de 1575, aproximadamente, describe lugares acotados donde el quetzal se alimentaba de ciertas frutas o bebía en los arroyos de la montaña. En cierta manera, fue una forma práctica y lucrativa de conservar su hábitat, una zona que parecía “natural” y que, en realidad, era controlada y modificada por los humanos.
Tras quitarles las plumas distintivas, los quetzales machos eran liberados para que les creciera nuevamente la cola. Los cálculos coloniales tempranos estiman que la cosecha anual era de alrededor de 10 000 plumas. Pocos ejemplares, tal vez disecados, llegaron hasta las ciudades del Clásico de las Tierras Bajas mayas, y aparecen en tumbas de lugares tan distantes como Copán, en Honduras, y Tikal, en Guatemala. Algunos quetzales aparecen en representaciones de forma más viva, volando con gran energía en lo que evidentemente es un vuelo de cortejo. Pero la verdad es que tales escenas fueron míticas, y lo más probable es que pocas personas hubieran visto alguna vez al ave. Hoy en día los quetzales viven en espacios aislados de la región de Verapaz en Guatemala y en lugares adyacentes de Honduras, El Salvador y Chiapas; o más hacia el sur, en Nicaragua, Costa Rica y Panamá. De acuerdo con los registros coloniales tempranos, quienes mataban a un quetzal eran severamente castigados. Tal vez, indirectamente, fueron los españoles quienes salvaron de la extinción al ave al emitir una ley que prohibía el uso de sus plumas en 1625.
Stephen Houston. Ocupa la cátedra Familia Dupee de ciencias sociales en la Universidad de Brown, donde también tiene una plaza en antropología. Se especializa en la civilización maya del Clásico, sistemas de escritura y representaciones indígenas. En 2011 se le otorgó la Gran Cruz de la Orden del Quetzal, máxima presea de Guatemala.
Sarah Newman. Profesora asistente de antropología en la Universidad de Chicago. Se especializa en arqueología y zooarqueología con enfoque en los mayas antiguos. Sus investigaciones se centran en las interacciones entre el hombre y su ambiente: paisajes antropogénicos, análisis cultural e histórico de los “desperdicios” y relaciones hombreanimal en tiempos pasados.
Houston, Stephen y Sarah Newman, “Plumas de quetzal”, Arqueología Mexicana, núm. 159, pp. 24-27.
Si desea leer el artículo completo, adquiera nuestras ediciones impresa o digital: