Se presenta aquí el registro de los hallazgos de esculturas de tipo Chac Mool en Michoacán y se propone un agrupamiento para su estudio. Como resultado se puede apreciar que si bien existe una diversidad y cada pieza es única, hay fuertes similitudes que hacen pensar en posibles tradiciones, cambios estilísticos temporales o usos distintos.
Hablar sobre los chacmooles en Mesoamérica sería una tarea vasta, porque su distribución espacial y temporal es amplia. Existen esculturas de este tipo en el norte de Jalisco, en el sitio Huistle (Hers, 1989); en Tula, Hidalgo; en Cempoala, Veracruz; Tlaxcala, y Ciudad de México (López Austin y López Luján, 2001). Las más conocidas son las de Chichén Itzá, en Yucatán (Jordan, 2020; Miller, 1985), pero también hay en Costa Rica (Rosenswig y Leiva, 2021). Aunado a esta enorme distribución geográfica existen importantes diferencias regionales que han permitido agruparlos; sin embargo, de igual forma, estas representaciones tienen elementos que permiten reconocerlas como similares: la posición recostada con las rodillas flexionadas, la cabeza volteando hacia un lado y un recipiente o un espacio sostenido entre las manos sobre el abdomen.
Una de las más acaloradas discusiones que ha generado este tipo de esculturas ha sido su origen en el noroccidente mesoamericano, el Centro de México y hasta en la zona maya. La misma situación sucede con la temporalidad. El localizado en Huistle está fechado hacia el periodo Epiclásico (600-900 d.C.), los hallados en Tula o en Chichén Itzá, en el Posclásico Temprano (900-1200 d.C.), y los de Michoacán y Ciudad de México, durante el Posclásico Medio (1200-1350 d.C.) y Tardío (1350-1521 d.C.).
Si bien la gran mayoría no se ha encontrado en sus contextos primarios, es decir, en los lugares donde fueron usados, parece que estos importantes muebles rituales se ubicaron en múltiples sitios: en la parte alta de templos y pirámides, así como al interior de recintos. Lo mismo pasa con sus adornos. Están aquellos ricamente ataviados, como el caso de los hallados en el Templo Mayor, las indumentarias guerreras de las esculturas en Tula y Chichén Itzá, y los casi desnudos en el territorio que hoy es Michoacán.
Tradicionalmente, se ha propuesto que la función principal de estas esculturas fue la de ser una mesa ritual, un espacio donde se depositaban ofrendas sobre las peanas o aras ubicadas sobre su abdomen o en las manos entrelazadas. Se ha planteado que estos recipientes pudieron recibir la sangre o los corazones de las personas sacrificadas e, incluso, se le ha caracterizado como piedra de sacrificios. Tales usos son aún inciertos y, hasta el momento, no hay datos suficientes que pudieran asegurar o negar alguna de estas funciones.
La única referencia histórica de estas peculiares esculturas se encuentra en la Crónica Mexicana, escrita por Alvarado Tezozómoc, hacia 1598, donde se menciona que en lo alto del Templo de Huitzilopochtli se encontraba una piedra labrada con “figura” y la cabeza torcida, la cual era usada como piedra sacrificial, donde eran tendidas las víctimas y con un “navajón” se les extraía el corazón, para llevarlo a la piedra que llamaban cuauhxicalli, y se depositaba en el agujero que la piedra poseía (H. Alvarado Tezozómoc, 1994).