El proceso de domesticación mejor documentado en la época prehispánica es el de la guacamaya roja (Ara macao), pues sabemos quiénes, cuándo, cómo y por qué lo llevaron a cabo.
Para la civilización mesoamericana la guacamaya roja era el símbolo del Sol lo cual la convertía en un elemento indispensable dentro de los ritos relacionados con ese astro. Las áreas de distribución natural de esta especie son (o eran) las costas del golfo de México y el sureste, en las que se cazaban y colectaban (en el caso de los polluelos) los ejemplares requeridos, mientras que en otras zonas, como el centro, el occidente y el norte, los animales, necesariamente, debían importarse.
Uno de los centro culturales importantes de mediados del Posclásico fue Paquimé (en el estado de Chihuahua). En los siglos XI y XII esta ciudad alcanzó un notable desarrollo, que la llevó a establecer redes comerciales con el centro y el occidente. Unos de los productos de dicho comercio fue la guacamaya roja.
Una vez dentro de la ciudad, las aves eran colocadas en cubos de adobe, en áreas especiales. Por casualidad, o como algo premeditado, resultó que el parloteo fue estímulo suficiente para que las parejas de guacamayas que compartían ese espacio se aparearan y tuvieran crías. A partir de ese momento el esfuerzo se concentró en favorecer la reproducción en cautiverio, o sea, en consolidar la domesticación. ¿Pruebas de ello? Los miles de huesos de guacamayas rojas de todas las edades, desde polluelos de cascarón hasta adultos, localizados en una región donde es imposible obtener esas aves por otra vía que no sea la crianza: las estructuras en donde se mantenían cautivas, y la importancia que tiene la comunicación, vía parloteo, dentro de su vida social y su reproducción.
Debido a que este proceso se derivó exclusivamente de intereses religiosos por parte de los habitantes de esta ciudad, las guacamaya rojas domésticas sólo se conocen para esta zona y sólo durante un periodo de, cuando más, un siglo.
Tomado de Raúl Valadez Azúa, “Los animales domésticos”, Arqueología Mexicana núm. 35, pp. 32 - 39.