El cuitlacoche es un hongo producto de una larga historia de asociación con el maíz y las milpas, lo que favoreció que en el siglo XX se convirtiera en un alimento tradicional de la cocina mexicana.
Los alimentos pueden ser tradicionales por dos razones: por su antigüedad o por su asociación con elementos propios de una cultura determinada; así, para México, el guajolote es un alimento tradicional porque su domesticación y uso tiene miles de años de antigüedad y, por otro lado, el guajolote en mole también lo es, por el empleo de elementos de la cocina mesoamericana, como el chile, el cacao y la propia ave, como parte de un guiso novohispano del siglo XVII.
El cuitlacoche (Ustilago maydis) es actualmente el hongo más ligado a la tradición culinaria mexicana. En los meses de lluvia buscamos en los mercados los elotes cubiertos por este organismo, en parte para asegurar que son alimentos frescos, pero también por esa imagen donde maíz, hongo y milpa se funden.
Pero frente a esta realidad tenemos otra: como este hongo no posee partes duras no existe dato arqueológico alguno que sugiera su uso en Mesoamérica y tampoco hay nada en el aspecto iconográfico. Es en la obra de fray Bernardino de Sahagún (siglo XVI), Historia general de las cosas de Nueva España, donde al fin aparece pero no como alimento, sino como algo llamado cujtlacochi, que se describe como una suciedad que crece encima del maíz. Esto lleva a concluir que en tiempos prehispánicos no se consumía y sólo se veía como una condición indeseable de la milpa, por lo que es inevitable la pregunta: ¿cómo se convirtió este hongo en un alimento tradicional mexicano?
Para resolver esta incógnita regresemos a la triada milpa-maíz-cuitlacoche y veámosla desde la perspectiva evolutiva. Recordemos que el maíz (Zea mays) es una planta doméstica cuyo ancestro silvestre es un macollo llamado “teosinte” (Zea perennis). El proceso derivó en plantas altas de un solo tallo y, sobre todo, una espiga más y más grande, desde una con pocos granos hasta las mazorcas actuales.
Este proceso benefició al hombre y a otro personaje. Las gramíneas son parasitadas regularmente por hongos del género Ustilago, reconocibles sólo cuando la espiga pierde su consistencia y se transforma en polvo negro, como ceniza, que son las esporas. En el caso del cuitlacoche, cuando invade la futura mazorca altera su desarrollo y transforma los granos del elote en cuerpos llamados soros, que al crecer se convierten en sacos y al madurar se rompen y sueltan algo como lodo, las esporas. El conjunto de soros es lo que reconocemos como cuitlacoche y sus dimensiones son resultado de la cantidad de alimento disponible, por lo que podemos asegurar que la evolución de la espiga del maíz y del tamaño del hongo fueron simultáneos, y así la gente enfrentó esta peculiaridad o, más bien, molestia, pues era una parte de alimento perdido.
Aparentemente, esta condición fue lo usual durante todo el periodo prehispánico. Entonces, ¿en qué momento Ustilago maydis dejó de ser molestia y se convirtió en comida? En la milpa tradicional coexisten numerosos organismos, unos cultivados o criados y otros que ocupan este ámbito, y el hombre es quien decide qué aprovecha y cómo. Quizá en momentos críticos los campesinos indígenas más humildes consumían el cuitlacoche, pero sólo ellos y sin ser parte de su tradición alimentaria. Pero conforme pasó el tiempo, sobre todo dentro de la crisis social que vivió México en el siglo XIX, no hubo límite en la necesidad de buscar alimento, cualquiera que fuera, por lo que este humilde hongo poco a poco se fue extendiendo en su empleo, pero siempre ligado a la pobreza y a la condición indígena, por tanto absolutamente marginado de los platos de cualquier otro grupo social o económico.
Raúl Valadez Azúa. Biólogo con estudios de posgrado en ciencias biológicas, Facultad de Ciencias, UNAM. Labora en el Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM, a cargo el Laboratorio de Paleozoología.
Valadez Azúa, Raúl, “El cuitlacoche. El hongo doméstico de la milpa”, Arqueología Mexicana, edición especial, núm. 87, pp. 70-71.