Después de tres o cuatro intentos de asentamiento fallidos, de los que el penúltimo fuera la desembocadura del río de La Antigüa (1523-1524), la ciudad de Veracruz fue trasladada, gracias a la imaginación de Bautista Antonelli, hasta un sitio más conveniente, por las barreras coralinas de San Juan de Ulúa y por permitir un intenso tráfico marítimo. El lugar estaba destinado a convertirse en 1599, por órdenes del virrey conde de Monterrey, en el puerto más importante de la Nueva España. Desconocemos el perfil de su población en esos años, pero no es aventurado pensar que predominaban en ella los nativos, los peninsulares y los criollos; hacia el siglo XVIII se convirtió en un crisol de razas. La Villa Rica de la Vera Cruz se caracterizó por estar habitada por pobladores de diversas “calidades”, entre las cuales los miembros de las castas, negros libres y alguno que otro esclavo, además de un número reducido de “indios”, superaban a los europeos y españoles criollos: 57.4% de los primeros por 42.6% de los segundos.
La cantidad de pardos y morenos esclavos que recorrían las calles del puerto de Veracruz pregonando sus artículos dio lugar a que negros fugitivos suplantaran a los libertos que practicaban el comercio ambulante. A este ambiente urbano contribuía la cercanía al puerto del depósito de negros esclavos de la ciudad conocido como “negrorys”, que se ubicaba cerca de la muralla, en un sitio descrito como “Pantaleón, pasando el arroyo del Aguacate a unos seis kilómetros al noroeste de la ciudad”, es decir, convenientemente localizado en el camino hacia Xalapa y lo suficientemente cerca de la ciudad como para poder atender el cuidado de sus ocupantes. Para los internos del galpón, las luces de la ciudad representaban algo más que la libertad, eran un aliciente para su escapatoria. Además, dentro de la ciudad, en la cercanía de sus murallas y confundidos entre los miembros de otras castas, también habitaban esclavos, algunos de ellos al amparo de sus amos y otros en la libertad que les confería a sus dueños la seguridad de la ley y la vigilancia de las fuerzas del orden.
Muchas de las necesidades alimenticias de la población urbana fueron satisfechas por esclavos y libertos, “los habitantes rurales de la ciudad”. Por lo general hasta inicios del siglo XVIII, los “morenos” era gente que no podía vivir en las plazas centrales de la ciudad en donde residía la elite, sino que se ubicaba en los barrios periféricos adosados a la muralla, alejados de la traza central. En las haciendas azucareras abundaban, sobre todo en la región de Córdoba y Xalapa, y especialmente en la primera, en cambio en el puerto de Veracruz –según el padrón de Revillagigedo (1791)– su número era reducido; entre los habitantes del interior de los muros que defendían la ciudad había únicamente 95 esclavos, de los cuales 39 eran varones, y 56 mujeres.
Ahora bien, las tareas domésticas que desempeñaban indígenas y negros no eran las mismas; como ya se ha señalado en otros estudios, los primeros realizaban lo que se puede considerar como trabajos domésticos: lavar, cocinar, limpiar, etc., y los segundos, tareas como servir, manejar los carricoches y en el caso de las mujeres servir como nodrizas de leche de los infantes de la casa. Hay que señalar también los frecuentes casos en los que los esclavos eran enviados a ganar un salario o rentados con el mismo fin. En ocasiones incluso se les permitía vivir fuera de la casa del amo al que servían, a la que volvían sólo con el fin de rendir cuentas. En relación al número de esclavos hay que tomar en consideración que el precio del esclavo en el mercado rondaba los 200 pesos (dependiendo de la época, sexo, edad y salud) y que el número de personas con recursos económicos para adquirirlos y servirse de ellos era más bien reducido.
Los esclavos también participaban del cuidado de vacas de los establos ubicados en la ciudad, y cuando la cantidad de leche obtenida lo permitía, mujeres y hombres la comercializaban en las calles. El abasto de agua, del que había problemas en la ciudad de Veracruz, fue solucionado de la misma forma y por gente del mismo origen. Un proceso similar se llevaba a cabo con el comercio de carne fresca que provenía de las haciendas cercanas, donde negros libres o esclavos trabajaban como vaqueros. Otra forma de participación de la mujer en la economía urbana fue el comercio en los quicios de sus casas, que se convertían en expendios donde se comercializaban mercancías tanto de procedencia legal como de contrabando. Para la alimentación de los habitantes del puerto quizá más importante que la ganadería era la pesca, pues cual- quiera de sus moradores se podía dedicar a ella; la practicaban libres, libertos, esclavos, indios y mestizos, y hasta los milicianos recibieron el privilegio de pescar en las costas de Veracruz.
En esta época los habitantes vivieron en un lugar ya con aire de ciudad, murallas y baluartes para su defensa, aunque los comerciantes más poderosos trasladaban su residencia entre los meses de abril y agosto a la ciudad de Xalapa, donde gozaban de un clima más benigno y donde, a partir de 1720, comenzarían a gozar y aprovechar las ferias comerciales que ahí se celebraban. Eran rivales de los grandes mercaderes y almaceneros de la ciudad de México, que tenían a su favor las relaciones que los unían, por un lado, con Sevilla y Cádiz y, por otro, con comerciantes de pueblos y ciudades del interior de la Nueva España.
Durante esos mismos años, la actividad portuaria de la ciudad de Veracruz experimentó los ecos de la liberalización comercial vivida a raíz de la intervención británica en la ciudad de La Habana, actividad a la que se sumó la llegada de los barcos de las últimas flotas (1768, 1772 y 1776), lo cual aumentó la demanda de trabajadores libres y esclavos negros para el puerto. El trabajo de estiba entre los barcos y el puerto lo hacía un buen número de ellos, y en ocasiones, al no haber suficientes en el puerto, en Córdoba o en Xalapa, se requirieron trabajadores de haciendas azucareras tan lejanas como de Cuernavaca y Oaxaca.
Tomado de Juan Manuel de la Serna y Herrera, “Negros, mulatos y pardos en la historia de Veracruz”, Arqueología Mexicana núm. 119, pp. 52-57.
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