Alfredo López Austin
La magia y la adivinación mesoamericanas forman parte de una cosmovisión que separa el tiempo-espacio divino del tiempo-espacio de lo creado; concibe un flujo permanente de la voluntad de los dioses hacia la casa de las criaturas, e imagina ésta como la mezcla de sustancias divinas y materia perceptible y perecedera.
ALLÁ-ENTONCES
Más allá de las nubes y los vientos, sobre las capas celestes que recorren el Sol, la Luna, Venus y las estrellas, hay un ámbito propio de los dioses. Es otro tiempo, otro espacio, ajeno al aquí y ahora de las criaturas. En los textos se lo nomhra “lo que está sobre nosotros” o “los nueve que están sobre nosotros”. Es la mitad celeste de la estancia divina, pues ésta se completa en la inversión profunda, bajo la superficie de la tierra, con los pisos llamados “los nueve de la región de la muerte”. En total, 18 planos -en dos conjuntos separados- que integran la fuente primordial, la suma de las posibilidades de existencia, el motor perpetuo y el destino último de cuatro pisos que se encuentran entre ambos bloques, tiempo-espacio que fue creado y formado como casa de los seres mundanos. Lo Alto y lo Bajo se comunican entre sí por los caminos de los dioses. Son estos corredores cinco columnas o cinco árboles que se yerguen uno en el eje central y los demás en los cuatro extremos del cosmos.
En los ámbitos divinos surgió la idea de construir un mundo ocupado por aguas y montes, vientos y fuegos, luz y oscuridad, astros, piedras, árboles, hierbas, animales y un ser capaz de adorar y alimentar a los dioses. Éstos abrieron el espacio intermedio, lo poblaron con críaturas hechas de su propia sustancia -cubierta para ello de materia pesada- y establecieron los ciclos de las fuerzas, de los tiempos y de la vida y la muerte.
Los dioses consideraron necesario erigir las barreras. Las criaturas tienen ve- dado el paso a la zona divina. Al menos no pueden traspasar los límites con su integridad corporal. Esporádicamente sus entidades anímicas (las partes ligeras de origen divino), desprendidas de su masa pesada, llegan al tiempo-espacio prohibido. También es posible el tránsito ocasional de las criaturas por mandato o permisión de los dioses. Finalmente, sus despojos ingresan al otro mundo. Nada más. Los dioses se niegan a ser importunados en su intimidad.
Por el contrario, el flujo inverso es constante. De allá provienen las “palabras” que se convierten en destinos; allá los dioses-tiempos esperan su turno para venir a correr por los cielos bajos, a barrer la superficie terrestre y a penetrar en los cuerpos de las criaturas, todo por riguroso orden calendárico; allá se guardan las “semillas-corazones” de los mundanos muertos y de allá las vuelven a enviar los dioses al campo de la vida.
La casa de las criaturas
En el espacio intermedio el Sol calienta a las criaturas. Es el rey de este mundo, pues fue el primer dios muerto y el primer resucitado. Sus dominios formados por sustancia tangible, visible, pesada, vulnerable al paso del tiempo; sin embargo, son dominios intensamente poblados por dioses y entidades imperceptibles que todo lo transitan y lo invaden. Los tiempos, por ejemplo, son númenes que periódicamente irrumpen, transforman y abandonan el mundo. Los seres vivos germinan. crecen y se multiplican gracias a que son ocupados por los flujos de vigor enviados por los sobrenaturales. Los ciclos de transformación del mundo se rigen por la acción de los dueños y la de sus ejércitos de sirvientes invisibles, verdaderos administradores de los bienes terrenales. Por si esto fuera poco, pululan por el espacio doméstico seres fantasmales, fuerzas protectoras o dañinas, aires nocivos y enfermedades con personalidad. Pudiera decirse que las criaturas, en su propia morada, se encuentran rodeadas por completo de lo divino; pero la afirmación sería insuficiente, pues se olvidaría que cada criatura tiene como componente esencial -o "corazón- una parte del dios patrono de su clase; que a esta entidad anímica se suman otras de origen divino; que el tiempo permea y transforma; que los dioses se posesionan de los cuerpos; que las fuerzas sobrenaturales invaden para transitar o para permanecer; en fin, que cada ser mundano es un complejo inestable formado por unidades tanto divinas como pesadas. Todo esto porque los dioses del tiempo mítico aceptaron la función de creadores al ingresar al ciclo de la vida y de la muerte. Cada uno de ellos murió para transformarse en su criatura. Los creadores-criaturas existen desde entonces sobre la tierra envueltos en la capa pesada que vulnera el tiempo. Cuando el tiempo destruye la cobertura, los dioses liberados van a reposar al mundo de la muerte, de donde regresan después, recubiertos, al reino de mixturas gobernado por el Sol. Aquí todo posee divinidad.
El ser humano sólo puede percibir la parte pesada de su mundo. Se sabe, sin embargo, formado y circundado por la mezcla; no desconoce que el motor fundamental de los procesos se encuentra en lo invisible, y es consciente de que su acción sobre lo invisible es limitada, difícil y, con frecuencia, peligrosa.
La divinidad no está homogéneamente distribuida en la casa de las criaturas. Su intensidad depende de su calidad -la fuerza de cada uno de los dioses-, de los espacios y de los tiempos. Las diferentes moradas de la región divina se comunican a través de umbrales específicos con el reino del Sol. Estas bocas -hoy llamadas “encantos”- llegan a poseer una sacralidad aterradora. Por ellas fluyen en ambas direcciones los dioses visitantes, las de los ciclos, las fuerzas transformadoras, los vientos nocivos, y en ellas se hunden los cuerpos de los incautos, se pierden las “almas” de quienes se asustan o se establecen los pactos entre los dioses y los hombres intrépidos e imprudentes. Los mayores umbrales son las cinco columnas cósmicas y sus múltiples proyecciones. Una ceiba, por ejemplo, puede ser el camino de los muertos hacia la última morada o, en sentido inverso, la salida de la temida Xtabay. Las entradas de las cuevas son los pasos al mundo de la muerte. Son umbrales las barrancas, las oquedades en las peñas, los manantiales, los pozos, las madrigueras de las tuzas y los hormigueros. El monte anuncia los sitios sagrados con breñales densos. Los templos concentran las fuerzas; por ello los tarascos decían del templo de Curicaueri que “en este lugar, y no en otro ninguno, estaba la puerta del cielo, por donde descendían y subían sus dioses" (Relación de Michoacán). En la actualidad se consideran umbrales los sitios arqueológicos.
Además de los umbrales que comunican con el mundo de los dioses, hay encantos que transforman la conciencia del hombre, permitiéndole percibir, de grado o por fuerza, la dimensión invisible de su propio mundo. Una ofensa involuntaria -como la caza de un animal propio de un dios o el corte de su flor preferida-, una aproximación a un sitio de sacralidad concentrada o un rito intencionado pueden descubrir la terrorífica realidad subyacente.
Alfredo López Austin. Doctor en historia por la UNAM. Investigador emérito del Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM. Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Actualmente investiga sobre los principales paradigmas de la cosmovisión mesoamericana.
López Austin, Alfredo, “La magia y la adivinación en la tradición mesoamericana”, Arqueología Mexicana núm. 69, pp. 20-29.
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