Dora Sierra Carrillo
Entre los tarascos actuales, las creencias y rituales tradicionales relacionados con la muerte permiten estrechar los lazos comunitarios y extracomunitarios. Esas creencias son resultado de un rico sincretismo religioso, en el que se conjugan las ideas cristianas con el concepto indígena sobre la muerte, según el cual morirse es uirucumani, literalmente "yacer en silencio".
El grupo tarasco o purépecha se localiza en el estado de Michoacán, en un área que abarca la Meseta Tarasca, el lago de Pátzcuaro, la Ciénaga de Zacapu y la Cañada. Se trata en su mayoría de campesinos-artesanos con determinadas formas de organización y estructuras sociales que reflejan su vida económica. política, religiosa, así como su particular sistema de valores.
Para hablar de la muerte y los muertos entre los tarascos es necesario hacer un breve análisis sobre la concepción de estos fenómenos y las diferentes manifestaciones que han tenido en el desarrollo histórico de este pueblo. Por principio, es importante señalar que las ideas sobre “el más allá'', "la otra vida", "el premio o castigo", así como la veneración, el respeto y el recuerdo a los difuntos, están muy arraigados entre los purépechas.
Es evidente que la invasión española y la conquista espiritual llevada a cabo por las diferentes órdenes religiosas que llegaron a América dieron como resultado un rico sincretismo religioso, en donde el concepto indígena sobre la muerte se conjuga con las ideas cristianas.
Uirucumani: "Yacer en silencio"
Para los antiguos tarascos, la vida alcanzaba su fin con la muerte. En lengua purépecha, morirse se dice uirucumani, literalmente ”yacer con Uhcumo" o "yacer en silencio". Concebían el universo en tres partes: la primera, Avándaro, correspondía al firmamento; la segunda, Echerendo, se encontraba en la tierra, y la tercera, Cumiehchúcuaro, pertenecía a la región de los muertos, localizada debajo de la tierra. Cada región estaba habitada por diferentes dioses: en el firmamento los dioses estaban representados por los astros y las aves, y en las dos restantes, los dioses terrestres y de la muerte tenían apariencia de hombres y animales (Corona Núñez, 1973, p. 13).
La deidad más importante era el fuego, Curicaueri, de ahí que toda la vida religiosa girara en torno a las hogueras. En ellas se quemaba todo tipo de ofrendas y salía el humo que subía a los cielos, humo que era el contacto entre los seres humanos y la divinidad. El cazonci era el supremo sacerdote y el representante de dios en la Tierra; por ello su cadáver merecía el honor de ser quemado como ofrenda máxima al fuego y, probablemente, también para reincorporado a su calidad de ser omnipotente.
Entre los tarascos la muerte por sacrificio presentó dos formas: una vergonzosa, que se daba a los criminales, y otra honrosa, que se ofrecía a los dioses. En la primera se daba un golpe en la nuca del transgresor, en cumplimiento de una orden emitida por un alto funcionario o por mandato expreso del cazonci, cuando se trataba de reos de lesa majestad.
La segunda muerte se aplicaba por lo general a los prisioneros de guerra y se acompañaba con grandes ceremonias. Según los antiguos purépechas, en este caso eran los dioses quienes ofrecían la muerte y esta forma de morir se consideraba incluso más digna que la ocurrida en el campo de batalla. Quien dirigía esta ceremonia era el sacerdote del Sol, representante de Venus, y los cuatro ayudantes encarnaban a las deidades de los cuatro puntos cardinales, de las cuatro partes del mundo.
Una vez consumado el acto, el cadáver era arrastrado hasta un armazón de madera, llamado en náhuatl tzompantli y en tarasco eraquarécuaro, en donde se colocaban las cabezas de las víctimas. Se tomaban pedazos de carne de la parte restante del cuerpo, los cuales se cocían junto con maíz y frijol y se comían con gran reverencia en un acto de comunión, pues la carne de la víctima deificada daba fortaleza a quienes la comían y les hacía partícipes de la divinidad (ibid., p. 74. En la Relación de Michoacán (cuyo nombre completo es Relación de las ceremonias y ritos y población y gobierno de los indios de la provincia de Michoacán, escrita en 1541), la fuente más importante para el estudio de la historia prehispánica de los tarascos, se relata que el gobernante llamado Tariácuri mandó matar a un espía de un señor enemigo y le envió la carne diciendo que era de un sacrificado. Cuando aquel señor la estaba comiendo, los enviados le dijeron la verdad y él la vomitó por el asco que le produjo. Esto indica que posiblemente la antropofagia practicada por el pueblo tarasco sólo se hizo con fines rituales.
Para los tarascos, el mundo de los muertos, localizado en el interior de la tierra, era considerado como un lugar de deleites, en el cual moraba el dios de la muerte, señor del paraíso subterráneo. Sin embargo, también se creía que ahí reinaba la negrura o por lo menos la sombra, tal vez por el nombre que le dieron: Pátzcuaro, literalmente "donde se tiñe de negro", es decir, "donde todo se torna negro" o "donde reina la sombra", seguramente por el hecho de estar bajo tierra (Corona Núñez, 1973, p. 126).
Algunos estudiosos piensan que es probable que este lugar estuviera dividido en regiones y categorías distintas y que la entrada fuera el lago de Pátzcuaro, cuyo nombre completo era Tzacapu-Amocutin-Pátzcuaro, que significa "donde están las piedras en la entrada, en donde se hace la negrura".
El reino de los muertos también era conocido como Cumiehchúcuaro, "donde se está con los topos". Esta región estaba gobernada por Uhcumo, "topo” o "tuza", el dios que "tapaba la entrada o la boca con las manos". Esto coincide con la costumbre de ese animal de tapar el acceso a las galerías subterráneas con un montón de tierra. El lugar de los muertos posiblemente se localizaba al sur del territorio tarasco, en el área conocida como Tierra Caliente, por ser la zona donde habitan los topos devoradores de los plantíos de palmas.
El Uarichao era el “lugar de las señoras”, al que iban las mujeres que morían en el parto y donde gobernaba el señor Thiuime, “ardilla negra”, dios de la guerra.
En general, los tarascos consideraban a todos los animales que vivían bajo la superficie terrestre como representantes de los dioses de la muerte, sobre todo a los que comían raíces, como los topos y otros que causaban la muerte de las plantas.
Dora Sierra Carrillo. Antropóloga por la ENAH. Doctora en historia por la UNAM. Investigadora en la Dirección de Etnohistoria, INAH.
Sierra Carrillo, Dora, “La muerte entre los tarascos”, Arqueología Mexicana núm. 58, pp. 62-69.
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