¿Y para qué hicieron los cholultecas estos túneles?, es la pregunta más oída por los guías de Cholula. Muchos esperan una respuesta relacionada con cuestiones rituales, pues a lo largo de los 280 m de túnel iluminado que el público recorre se aprecian intrigantes pasajes que se adentran en el corazón de la pirámide, hacia arriba y hacia abajo, hasta donde alcanza la vista, antes de perderse en la oscuridad. Para cientos de visitantes es una sorpresa aprender que los túneles sí los excavaron los habitantes locales, pero no al mando de un antiguo cacique para llevar a cabo misteriosas ceremonias, sino durante el siglo XX y dirigidos por arqueólogos que buscaban entender la historia del monumento de mayor volumen del continente americano: la Gran Pirámide de Cholula. Esta enorme plataforma, apodada “El Cerrito” por los vecinos, alcanzó en su última etapa casi 400 m por lado y poco más de 60 m de altura, por lo que, incluso en la época moderna, penetrar sus entrañas implicó una labor titánica.
Montañas hechas a mano
Como muchas pirámides de Mesoamérica, la de Cholula no fue creada en un solo evento, sino a través de varias superposiciones. Las pirámides, montañas artificiales que imitaban a las de la naturaleza, eran plataformas para sostener templos en su cima, elevando así las áreas de culto sobre el plano terrestre. Su elaboración, su forma, su tamaño, constituían una manifestación materializada del poder de los líderes. Por ende, los cambios políticos o ideológicos relevantes solían verse acompañados de la erección de nuevas pirámides que se edificaban sobre las anteriores, usando a éstas como parte de su relleno. Esto tenía dos provechosos resultados: por una parte, se conseguía un monumento mayor con un considerable ahorro en la inversión de materiales; a la vez, al cubrir al edificio previo con el nuevo, éste se apropiaba de la sacralidad de la construcción antigua que simbolizaba los logros de autoridades pasadas, pero también la ocultaba para siempre y la sustituía con la que expresaba el dominio del gobernante en turno.
Al llegar los españoles, la Gran Pirámide lucía como una loma natural. Abandonada desde siglos antes, su recubrimiento había sido desmantelado y la vegetación florecía sobre ella. Pero Tlachihualtépetl, el nombre en náhuatl con el que se le conocía y que significa “cerro hecho a mano”, indica que los pobladores sabían bien que no era una elevación ordinaria del terreno, sino una obra humana arcaica y venerable sobre cuya cumbre seguían realizando sacrificios para pedir lluvia. Pero cuándo y cómo se habría erigido, eran incógnitas que perdurarían por cientos de años desde la conquista antes de que alguien intentara resolverlas.
Una estrategia novedosa en la primera mitad del siglo XX
En la tercera década del siglo XX, varias secciones de la arquitectura interna de la pirámide sobresalían en sus costados al haber sido cortada por los caminos que comunicaban Puebla y Cholula. Esos enigmáticos muros que emergían apenas parcialmente, unos de piedra y otros de adobe, eran una tentadora invitación a explorar el monumento, pero lo masivo del Tlachihualtépetl suponía un reto enorme para las técnicas tradicionales de excavación. En consecuencia, para 1931 Ignacio Marquina inició la investigación recurriendo a una novedosa estrategia que se había usado en la Pirámide del Sol y en la de Tenayuca: la perforación mediante túneles.
La compactación de los rellenos permitió que, a través de galerías con un techo angular que distribuía eficazmente la carga, se fueran encontrando los frentes de las estructuras sobrepuestas, siguiendo sus contornos y penetrándolos luego en busca de la siguiente. Al terminar el proyecto en 1971, más de 10 km de túneles cruzaban sinuosamente el interior de la pirámide. La planeación para cavar ese laberinto subterráneo requirió un magistral despliegue de talento y habilidad, y su ejecución fue un trabajo colosal. Sin embargo, aunque con ello se demostró que la Gran Pirámide contenía diversas subestructuras, la complejidad de éstas fue inesperada, pues la exploración se fue topando con una maraña de muros de decenas de edificios. Ante la imposibilidad de seguir los perímetros de cada uno de ellos, se privilegió exponer partes de los contornos de las construcciones mayores, y se llegó a la conclusión de que había cinco etapas sobrepuestas. Como la cantidad de datos resultó abrumadora y en esos tiempos se habrían requerido años de trabajo manual de cálculo y dibujo para correlacionar unos con otros, la solución de Marquina fue crear modelos resumidos del desarrollo del Tlachihualtépetl, basándose más en croquis generales que en los planos que túnel por túnel habían comenzado a hacer. Logísticamente fue la alternativa más viable, pero implicó la extremada simplificación de una de las secuencias arquitectónicas más complejas de Mesoamérica. Para que la interpretación de esa sucesión de construcciones nos brinde un reflejo de la trayectoria de la comunidad que la creó es preciso detallar sus formas y dimensiones, el diseño y la distribución de los espacios, los materiales empleados, los procesos de edificación y las variantes ornamentales, todos ellos aspectos que no tenían cabida en una versión abreviada de la evolución de “El Cerrito”…
Tomado de Gabriela Uruñuela y Ladrón de Guevara, María Amparo Robles Salmerón, “Las subestructuras de la Gran Pirámide de Cholula. Viejos túneles, nueva tecnología, nuevos datos”, Arqueología Mexicana núm. 115, pp. 36 – 41.